“Ahora eres muy parecida
al olor de tus floresaunque ninguna de ellas sea tan frágil como tus piernasporque sigues aquítendida y rígida en la habitacióncomo si siempre hubieras sido asípulida y milagroincansable carrusel casi a cámara lenta.”
Sotomayor, María. La paciencia de los árboles.
Mi abuela dejó de hablar cuando yo empezaba a tener uso de razón. A veces pienso que los recuerdos que yo tengo no son míos, sino escuchados a mis tías o a mis primos. Rememoro escenas, pero tal vez solo lo he visto en fotografías. No recuerdo su voz, ella no me vuelve con sonido. Le dio una embolia y quedó paralizada. Muda, ausente, postrada. Con los ojos siempre abiertos, la mirada emocionada pero silenciosa el resto de sus días.
Tras ella aparecieron otros seres con el mismo sigilo, igual de cercanos. Algunos de ellos sí los conocí ruidosos, otros ya vinieron con las sombras a cuestas. Situación dura, a la vez que curiosa, ver el brillo en sus ojos, la lágrima por la sorpresa, el miedo en el fondo, el espanto. Todo ello en el más absoluto mutismo.
Leyendo La paciencia de los árboles de María Sotomayor, ha regresado la sensación de impotencia. Aquella imagen de mí misma, justo ahí delante de ellos, reconociendo en su mirada las palabras que no son capaces de pronunciar desde la cárcel en que se encuentran, “… un corazón ardiendo dentro de una habitación sin llave.” ¿Desde cuándo están enjaulados? Cada vez más borrosos los recuerdos de su ligereza, de su agilidad, de su voz. Porque todo es sustituido por los objetos punzantes que han llenado su cabeza, por la dificultad que supone seguir viéndolos en esos cuerpos abandonados, identificando la vida en el temblor de sus manos cuando les hablas. Porque sabes que en el fondo siguen siendo ellos, pero que… lo difícil del paisaje / está en continuarlo / cuando está seco.
“Es cierto que la soledad es siempre / lo que sujetamos en el último recuerdo”. Qué será lo último que recuerdan, si es en eso en lo que fijan su cuerpo, cuerpecito minúsculo en el que se han convertido. Cuerpo rígido, dominado por la tensión, que se queda solo en la piel y en el recuerdo. Difíciles de mover, de orientar, de darles paz. Gorriones que ya no vuelan, cuerpos extraños en los que nos exigimos reconocer las voces que en su día estaban con nosotros. Esas personas siguen en una guerra de la que no pueden salir. Y yo estoy convencida de que dentro continúan sintiendo, pensando, escuchándonos y su lucha está en que nos llegue que están vivos en su interior, y la nuestra en asegurarles que seguimos ahí aunque el cuerpo se llene de pupas / que son agujeros con un nombre parecido… porque solo los que te aman duro se quedan a tu lado.