“Ojalá nadie me bese como me has besado tú”
Esas fueron mis palabras antes de soltar su mano, de ver las lágrimas en sus ojos mientras cogía su maleta de camino al andén. Una parte de mí también se va.
Creo que hay pocas cosas tan odiosas como lo deprisa que pasa el tiempo ante una inevitable despedida. Maldito reloj y maldito el destino que nos ha puesto a ti allí, y a mí, aquí. Es difícil esconder el llanto ante alguien a quien amas. Duele mucho. Duele siempre.
Vuelvo a casa triste, pensando en nosotros alejándonos en direcciones opuestas, acentuando la nostalgia, los recuerdos que se empiezan a destapar, a despertar, a cada minuto y en cada metro de regreso. Es 25 de diciembre, es Navidad y mi estrella se aleja de mí. Todo es un poco más gris ahora. A ver cómo lleno yo este vacío que tiene tu nombre.
No creo.
Menuda putada, porque las lágrimas que intento secar, no se ven. Hago como que sonrío, en cada desgarro que es el pensar ese tiempo que pasamos juntos, cada momento marcado a fuego. Ese que desatamos en la primera mirada, en la primera sonrisa, en el primer abrazo. Su beso, ese beso.
Debe ser una ironía del destino el conocer a alguien con quien empiezas a risas, a conversaciones banales y acabas cediéndole casi todo lo que eres en besos, cariño, en ese amor que creías nunca podía llegar, que no crees aunque no pares de pellizcarte. Qué cosas tiene el amor.
Sigo camino a casa, como se suele decir, con el “piloto automático”, porque mi mente está a otra cosa. Está todavía con ella, rebobinando cada minuto memorizado, casi parece que duele menos la despedida, porque sonrío mientras lo pienso. Alguien me mira mientras estoy detenido en un semáforo, seguramente preguntándose de qué se reirá el gilipollas ese. Es curioso que cuando tienes la mente en algo que quieres, miras a la gente, pero no la ves. Veo luces de colores en las calles que no tienen otro significado que el señalarlas contigo, mientras yo te miraba a ti. Tú eres luz, esas luces dentro de mí.
La de ganas que se pueden demostrar con miradas y sin embargo, hicimos como que no pasaba nada, como que todo era normal y pausado, como si llevásemos toda una vida buscándonos y una eternidad conociéndonos. Nos mentimos al pensar en el mañana, porque dentro de nosotros sabíamos que íbamos a vivir el momento, el día, el tú y yo. Tu boca.
Lo que sabes de mí no te lo han dicho mis labios, ni mis caricias, ni te lo van a decir estos suspiros de vuelta a casa, como un tonto enamorado de vuelta a la guerra, no. No lo vas a saber por eso.
Lo que ves de mí no te lo han dicho mis manos acariciando tu cuerpo, intentando ahogarlo en abrazos por cada rincón que recorríamos, ni en cada “aquí te pillo, aquí te mato”, ni en mis actos, ni siquiera en esos momentos que parecía estar pensando otra cosa y estaba grabando en mi retina cada centímetro de tu piel.
Ay, tu mirada, joder.
No, tampoco, todo eso ya estaba escrito entre tú y yo. Soñado una y mil veces.
Y vuelvo a soñarte.
Ahora entiendo a ese gato en el tejado mirando a la luna, enamorado de esa belleza tan lejana, en ese embrujo que no se puede explicar. Como tú.
No nos ha hecho falta decir lo que sentimos, sobraba mientras no parábamos de besarnos con la luna como testigo, hemos sido, somos y seremos esos besos con lo que nos dijimos de todo. Hemos sido refugio, pues hay abrazos y besos que lo son. Ojalá quedarme a vivir para siempre en los tuyos. No hay tantas luces como ojalases me quedo conmigo. Por ti.
Llego a casa y la realidad vuelve a mi vida, pensando en ese maldito reloj del andén que sigue detenido en mi cabeza, allí donde solté tu mano, allí, donde pronto te volveré a recoger para decirte cuanto te he soñado, cuánto te he echado de menos, y cuánto te quiero.
Feliz Navidad, Corazones.
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