La decepción en su corazón era inmensa, asfixiante, voluptuosa, déspota y soberana; incluso más grande que la miseria que se agazapaba exuberante en el insípido hueco que alguna vez, había ocupado su alma. Allí, los despojos de una existencia colmada de patéticas escenas sin sentido, se acurrucaban melosas junto a las pocas memorias que brillaban exitosas, destilando alguna que otra sonrisa en esa basta lobreguez encubierta de risas falsas y pieles ardientes. Así, ella pasaba sus días hurgando –con dedos trémulos y sudorosos, los ojos secos y sin lágrimas y el cuerpo hastiado de su insignificante vida-, entre las pocas pertenencias espirituales que aún conservaba. Ya no encontraba sentido a tal sucesión de inacabables horas, meses y años envuelta en aquella locura... ya ni siquiera tenía sentido dejar pasar el aire a sus pulmones, alimentarse, incluso moverse. Ya no. Sin embargo, se resistía a abandonar el espacio que la creación le había otorgado, ese minúsculo y casi invisible lugar que su cárcel de carne y hueso ocupaba. Qué hacer?. Huir, veloz y sigilosamente hacia un terreno desconocido?. Cómo hacerlo, si los guardianes de su destino custodiaban con celo sus puertas?. Y peor aún, fugarse sin saber exactamente si ese nuevo mundo no sería una mordaz réplica su actual vida.
Entonces, ya cansada se dejó caer en la letanía de sus pensamientos, en los pocos sentimientos que aún la maniataban al cruel universo de cuerpos vivos pero muertos al mismo tiempo; esos mismos cuerpos que la sesgaban con miradas turbias y recelosas; esos mismos cuerpos que la deseaban con locura; esos mismos cuerpos que la cobijaban sin saber que ella era su veneración y sacrificio.
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