Revista Filosofía

Locura e inteligencia: ramales de una misma raíz

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
  Resumen: la creatividad solo exige poner mentalmente en comunicación dos cosas hasta entonces separadas. Pero esa vinculación puede ser meramente extravagante o incluso patológica. La inteligencia es la facultad de relacionar unas cosas con otras, pero esta vez de manera integradora, armoniosa y, en algún sentido, bella. Ocurre que en ocasiones se dan en una misma persona, alternativamente, las dos clases de creatividad: alcanza esa persona incluso la genialidad, pero a veces su mente se desliza hacia lo patológico. Kant, John Forbes Nash y Freud nos sirven de ejemplos.
El hombre medio se conforma con ver las cosas tal y como son. El creativo es el que está predispuesto a encontrar con su mente puentes no evidentes que comuniquen unas con otras. Cuando las asociaciones encontradas por la persona creativa resultan ser azarosas, la creatividad se inclina hacia la extravagancia y, en el extremo, hacia la locura. Pero si esas asociaciones descubren caminos de orden, belleza y armonía la creatividad se corona como inteligencia. El arte de vanguardia vino a legitimar aquel primer tipo de asociacionismo en el que no se llega a exigir más requisito a la creatividad que el de ser original y no repetir nada que se hubiera hecho anteriormente. Confundiendo creatividad y belleza, o contaminando la esencia de lo que esta pueda suponer con elementos extraídos de la mera creatividad, André Breton proclamaba en nombre del surrealismo: “Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello”, siendo para él “maravilloso” un término equivalente a “original”. Idea que corroboraba al afirmar: “No voy a ocultar que para mí, la imagen más fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad”.Los surrealistas encontraron en el Conde de Lautréamont un ejemplo perfecto del tipo de azarosa creatividad que sustentaba su labor cuando hablaba de estas maneras de manifestarse la belleza: “Tan bello como el encuentro casual, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”. Y siendo consecuente con tales premisas, Breton llegaba a esta conclusión: “No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación”.
Todo eso de lo que hablan estos artistas de vanguardia es creatividad, generación de puentes de comunicación inéditos entre unas cosas y otras. Pero no es inteligencia, porque esta exige que esos enlaces entre cosas diferentes discurran por caminos armoniosos e integradores, no solo sorprendentes; una máquina de coser y un paraguas difícilmente encontrarán por sí solos un marco común, un razonamiento o un ideal estético que los unifique. Esto es lo que exige la inteligencia, palabra que procede del latín “intelligentia”, que se construye con el prefijo “inter” (entre) y el verbo “legere”, que significa leer; es decir, “leer lo que hay entre”, lo que hay entre las cosas, lo que las hace participar de una identidad común. La persona inteligente relaciona unas cosas con otras de manera integradora.Locura e inteligencia: ramales de una misma raíz
Sin embargo, no está garantizado que las personas inteligentes no lleguen a extraviarse también algunas veces en modos de creatividad erráticos y que empujen algunas de las parcelas de su intelecto hacia la extravagancia y el caos. Inmanuel Kant, por ejemplo, y a pesar de ser una de las más altas inteligencias que haya dado la humanidad, ofuscado por su incorregible hipocondría, llegaba también a excesos asociativos como el de considerar que la presión que decía sentir en su cerebro era atribuible a un tipo especial de electricidad que había en el aire, la misma que había causado una epidemia entre los gatos en Viena, Copenhague y otras partes, y que él intentaba detectar en la cambiante configuración de las nubes. Su creatividad, pues, también discurría a veces por terrenos más propios de la patología.
Conocido es el caso de John Forber Nash, Premio Nobel de Economía en 1994 por sus aportaciones a la teoría de los juegos y los procesos de negociación, cuyo caso trascendió a la opinión pública a raíz de la película “Una mente maravillosa”, que fue dirigida por Ron Howard y protagonizada por Russell Crowe, basada a su vez en una novela de Sylvia Nasar. Las contribuciones de Nash fueron posibles gracias a que en las relaciones humanas descubrió “juegos” ocultos, que discurrían por debajo de la realidad aparente, considerando los cuales esta venía a ser solo la parte manifiesta de aquellos juegos subterráneos. Esa forma de mirar tampoco se diferencia tanto de la que es propia del paranoico, que, de igual manera, está atento a los significados ocultos tras los comportamientos aparentes de las personas. Pues bien, Nash acabó precisamente siendo diagnosticado como esquizofrénico paranoide: se creía perseguido por agentes comunistas, y estaba convencido de que todos los hombres que usaban corbatas rojas formaban parte de un grupo de comunistas que específicamente conspiraban contra él. Descubrir una asociación entre “corbata roja” y “agente comunista” no hacía que su creatividad estuviese entonces más cualificada que aquella que vinculaba las máquinas de coser con los paraguas. Por otro lado, resulta evidente que en un científico del nivel de Nash la idea de estar cumpliendo una tarea importante es normal y previsible; pero esa misma idea filtrada por su patología se convertía en el hecho de verse a sí mismo como un enviado de la divinidad encargado de transmitir mensajes revelados, y rodeado tanto de partidarios como opositores y agentes secretos que le perseguían. Sus creativas asociaciones excedían entonces del marco que consiente lo real. Sin embargo, el mismo Nash, que llegó a tener conciencia de su enfermedad (algo inhabitual en un psicótico), comprobó las similitudes entre la manera de pensar que le llevó hasta el premio Nobel y la que le abismó en la enfermedad mental, como se puede deducir de estas palabras suyas: “Yo no habría tenido ideas tan buenas científicamente si hubiera tenido una forma más normal de pensar”.
 Pasemos a otro ejemplo: Sigmund Freud fue un hombre de acreditada inteligencia. Su principal aportación fue la de descubrir las conexiones existentes entre las perturbaciones que pueden sufrir los niños en su desarrollo y los trastornos psíquicos que esos niños sufrirán cuando lleguen a la edad adulta. Esa capacidad de crear puentes entre la psique del niño y la del adulto demuestra una gran creatividad. Sin embargo, incluso Freud manifestaba vertientes de esa capacidad asociativa que probablemente iban más allá de la mera extravagancia: era un gran supersticioso, estaba obsesionado con los números 23 y 28, y tenía un temor inexplicable al número 62; nunca, por ejemplo, se hospedaba en un hotel con más de 62 habitaciones. También tenía fobia a los helechos y no le gustaba comprar ropa: solo se permitía tener tres trajes, tres mudas de ropa interior y tres pares de zapatos.
De todos estos casos se puede extraer una inferencia un tanto perturbadora: las personas creativas, trastornadas o inteligentes, son, en su conjunto, aquellas que observan la realidad aparente con suspicacia. Dicho de otra forma, son unos seres inadaptados: en algún momento crítico, la realidad les ha hecho sufrir y eso les ha empujado a alejarse de ella (de lo que es evidente), a sustituirla por, o enriquecerla con, ensueños o construcciones imaginarias, o a escrutar a través de las rendijas abiertas en sus formas aparentes, a analizar obsesivamente sus partes ocultas y quizás anticipar por dónde puedan llegar sus ataques más lacerantes. Esa suspicacia, esa manera inadaptada de observar la realidad que empuja a detectar en ella partes ocultas, conexiones no evidentes entre unas cosas y otras, sirve, pues, de sustrato tanto para la creatividad caótica y desintegradora del extravagante y del loco como de la creatividad ordenada e integradora de la persona inteligente. Sin embargo, ambas fuentes de creatividad, puesto que comparten la raíz, pueden entremezclarse, y el inteligente, confiado en la productividad habitual de sus descubrimientos, llega en ocasiones a autoafirmarse excesivamente y mostrar una seguridad improcedente porque algunas veces su inteligencia pasa a conducirse por caminos disparatados.

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