Revista Cultura y Ocio
Mi amigo y compadre Miguel me ha puesto un mensaje esta noche para darme la «tristísima noticia» de la muerte de Lolo. Solo él y un reducido grupo de íntimos identificamos de inmediato ese corto hipocorístico con quien fue nuestro amigo de infancia y juventud Manolo Ramírez Miranda. No he sabido de él más que por referencias de amigos —nunca buenas, por su precaria salud— y no le he visto durante casi veinte años —quizá menos, en un encuentro fugaz en Zafra—; pero afecta que se te muera alguien que forma parte del reparto de aquella etapa crucial desde los diez a los dieciocho, cuando la actual calle Gobernador se llamaba Cánovas del Castillo —en la foto. Allí vivía Lolo y allí pasamos horas y horas, después de cruzar el vestíbulo, mirar con curiosidad la habitación —a la izquierda— en la que pasaba consulta su padre —ginecólogo— y subir la suntuosa escalera que nos llevaba a una buhardilla en la que yo escuché por primera vez y casi de primera mano discos de Tangerine Dream, Pink Floyd o Jethro Tull, o en la que leí aquellos cómics de Marvel que nos inspiraron correrías en las que Migueli era el Hombre Gigante, José Manuel Thor, Miguel el Capitán América y yo quería ser Pantera Negra. En aquellos tiempos en que Federico el Grande nos puso en nuestro sitio y nos llamó como éramos. Me gustaría tener la memoria de mi compadre Miguel y escribir aquí el nombre de la señora —¿Valentina?—, que trabajaba en la casa, y el de aquel mastín que nos amedrentaba cuando íbamos a la huerta a bañarnos bajo una fastuosa higuera. Me da igual que hayan pasado tantos años, que no haya visto a Lolo desde el siglo pasado. Me duele enormemente su muerte y en estas líneas está ese guiño que sí recuerdo que nos hacíamos cuando él anduvo por ciertos callejones y yo me quedé en las avenidas. Mi mejor abrazo, amigo. Mis gracias.