Camaradas,
La Luftwaffe alemana efectuó anoche un ataque de gran envergadura contra la capital británica como represalia por la incursión llevada a cabo por la RAF sobre los barrios residenciales y los lugares históricos de Berlín durante la noche del pasado 9 al 10 de abril. Numerosas escuadrillas arrojaron, en sucesión ininterrumpida, enormes cantidades de bombas explosivas de todos los calibres así como numerosísimas bombas incendiarias. La buena visibilidad permitió asegurar los efectos deseados. Los primeros grandes incendios, que en algunos puntos adquirieron proporciones de gigantescos braseros, estallaron en los barrios del puerto y en otras partes de la ciudad en el momento en que los primeros grupos de aparatos regresaban a sus bases.
El servicio de incendios de Londres lucha contra un fuego.
Puede haber discrepancias sobre si fue o no fue el de anoche el peor bombardeo de Londres desde el punto de vista de los daños, del número de casas destruidas y del número de víctimas. 685 bombarderos, dos mil incendios y un millar de muertos tampoco es que sean cifras a ser tomadas a la ligera. Pero lo cierto es que, en una sola noche, el West End (Extremo Oeste) de Londres no había sufrido hasta ahora tantas devastaciones. En lo que todo el mundo coincide es que fue la noche más estrepitosa que ha conocido Londres.
Ilustración de los bombarderos alemanes sobrevolando la incendiada Londres. Lo único que está fuera de lugar es el caza de la RAF, que no hizo acto de presencia.
Apenas se hizo de noche y, cuando la gente se disponía a cenar, sonaron las sirenas. Otra vez las sirenas. Los londinenses llevaban unos días acostumbrándose a las noches de cañón más que a las de bombas, y no dejó de chocarles un tanto el ronroneo múltiple de los motores que esta vez volaban más bajo y escandalososo que de ordinario. En seguida comenzaron los disparos antiaéreos y, al poco rato, el cielo se iluminó por los cuatro costados. Las bengalas caían commo lluvia de estrellas. Funcionaban los reflectores; en el firmamento encendido se alzaban, en silueta, las torres, las agujas, las masas de cemento de los grandes edificios, visibles a gran distancia. Las bengalas conferían a ciertas partes de la ciudad un aspecto fantasmagórico; se veía como bajo la luz del sol. Y en seguida empezaron a retumbar las vombas, acompañadas, como verdaderos aerolitos, por fenómenos luminosos y detonaciones extrañas. Bombas de todas clases convertían en polvo manzanas y casas. “Esto va en serio”, se decían a sí mismos los civiles encogidos en sus refugios. Y seguían los estruendos innúmeros y las explosiones que se llevaban por delante piedras y cristales.
La cabina de un bombardero alemán.
Enormes incendios encendían Londres, algunos de ellos diríase neronianos. Era una noche roja. Debe de haber una especia de atracción psíquica hacia las bombas. En la calle amedrentan acaso por el grandioso y formidable espectáculo que las acompaña. En casa, en la cama, los que están habituados a ellas a veces hasta las echan de menos y, cuando han huido en busca de refugio, se sienten tentados a tratar de nuevo contacto con ellas. En la calle sobrecoge la grandiosidad misma del temporal; en la cama, aislados y ensordecidos por los estrépitos, asalta la idea de que se puede terminar sepultado bajo los cascotes o desjarretados, como hay muchos, o muertos, como tantos otros. Por último están las bombas de la calle, el espectáculo de oírlas y verlas, que lanza de nuevo a muchas personas a la vía pública. Pero la noche de ayer fue demasiado roja para lanzarse a la calle. Las bombas traían distintos sonidos; unas zumbaban y otras silbaban, pero las peores daban una rara sensación de mareo y sonaban como suenan todos los ruidos del mundo al hombre que ha sido narcotizado y que no ha perdido todavía totalmente la conciencia.
Una escena de devastación, durante la mañana siguiente al bombardeo.
Durante la mañana de hoy, esos mismos civiles de Londres que una noche más lograron esquivar a la Parca, regresaron a las calles cerradas, a la balumba de cascotes amontonados en las aceras, a los vidrios que rasgan neumáticos, a los garabatos de las casas medio derruidas, al enervamiento, a la fatiga, al insomnio, al triste y desolador deambuleo por calles y plazas, a los rescoldos humeantes, a los bomberos, a las ambulancias... Hoteles y almacenes famosos, cines, teatros, iglesias, casas conocidísimas de pisos amueblados, clubs, edificios públicos, tiendas lujosas. Las victimas son muchas, entre ellas, Lord Stamp, director judío -cómo no- del Banco de Inglaterra y su esposa. Han caído muchas bombas sobre las cicatrices del Blitz de septiembre y otras han penetrado caprichosamente en cráteres que no estaban todavía cerrados. Y ésta es la única información concreta que seguramente permitirá que trascienda a los medios la censura británica: que las bombas han caído anoche durante unas cuantas —muchas— horas sobre los mismos y todos los lugares atacados en noches incontables del otoño último.
Calle derruida cortada al tráfico.
Todo ello a pesar de que los testigos se cuenten por millones, dado que el resplandor de los fuegos era visible desde el litoral de la Mancha y aun desde la costa belga. Ahora ya lo sabe Winston Churchill: en lo sucesivo, todo ataque aéreo británico contra los distritos residenciales de las poblaciones alemanas recibirá la respuesta merecida en forma de ataques a gran escala como el de anoche contra Londres.
Bomben auf Engelland!