«The curious incident of the dog in the night-time» («El curioso»)es uno de los acontecimientos de la escena británica recientes. Se estrenó en el National Theatre en agosto de 2012, y obtuvo siete premios Olivier, los galardones más importantes del teatro británico: entre ellos el de mejor obra. Se trata de una adaptación teatral de una premiada novela de Mark Haddon realizada por Simon Stephens.
La obra narra la historia de un joven de quince años, Christopher Boone, con síndrome de Asperger. Acusado de haber matado al perro de su vecina, inicia una investigación para hallar al verdadero culpable y descubre por azar que su madre vive, cuando él creía que, como le había dicho su padre, había fallecido. Christopher Boone viaja entonces a Londres para reunirse con ella; su padre ha cometido uno de los peores pecados: le ha mentido.
No deja de ser
«The curious incident of the dog in the night-time» una novela de aventuras. Hay en el dibujo del personaje protagonista, sin embargo, una sombra constante: su enfermedad, que le hace ser un genio de las matemáticas (se sabe todos los números primos hasta el 7507), pero tener al tiempo una difícil relación con sus semejantes (no soporta, por ejemplo, que le toquen); y eso es lo que otorga un color fascinante a la historia del joven. Marianne Elliot (directora de otro gran éxito del National Theatre, «War Horse») ha trazado un espectáculo que cuenta la historia a través de los ojos de Christopher, de sus palabras escritas en un diario y en su a veces lastimera peripecia. En este sentido, la escena en la que el joven se enfrenta por primera vez a la hostilidad de Londres es magnífica; también, y aquí coincido con Marcos Ordóñez, es el final de la primera parte, cuando Christopher ha descubierto el engaño de su padre y su cerebro entra en ebullición mientras inicia la frenética construcción de un tren eléctrico por todo el escenario.El espectáculo presenta un escenario prácticamente desnudo, sin apenas elementos; un cubo del que, sin embargo, aparecen numerosos apoyos escenográficos y que, gracias a las excepcionales iluminación y proyecciones, se convierte en un hipnótico marco para la desgarradora historia -desgarro que, insisto, está motivado por la singularidad del cerebro de su protagonista-. La función es una veloz, sugerente y magnética catarata de imágenes que tratan de introducirnos en dicho cerebro y en su frenética actividad.
El reparto es igualmente soberbio, liderado en la función que yo vi por Graham Butler, un actor de veintiocho años que se mete de forma penetrante en su, sin duda, agotador personaje. Butler expresa el patetismo, el dolor y la personalidad ausente de Christopher en una interpretación conmovedora y brillante. El resto del reparto es un magnífico y atinado acompañamiento.
Tras el éxito en el National Theatre, la obra fue transferida al West End (el circuito comercial londinense); primero al Apollo Theatre y, tras la caída de parte del techo, al Gielgud Theatre. En Gran Bretaña ésta es una práctica habitual, y permite que las producciones del National Theatre (lógicamente con un tiempo limitado de exhibición) puedan seguir en cartel. En España no suele hacerse, en la mayoría de los casos por cuestiones económicas, y es una verdadera lástima; ha habido costosas producciones (no sólo desde el punto de vista monetario, también por el esfuerzo artístico que se vuelca en ellas) que han tenido una vida demasiado limitada.
Y una advertencia; si vais a ver la función -merece mucho la pena-, no abandonéis el patio de butacas al caer el telón (virtual; no hay telón) porque hay una pequeña sorpresa tras los aplausos.