Revista Libros
Lord Byron.Diarios.Traducción, introducción y notas de Lorenzo Luengo.Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2018.
“Las cartas y los diarios nos ofrecen un documento de primera mano para conocer a Byron desde el otro lado de sus versos, ese Byron introspectivo y solitario al que casi oímos morderse las uñas en las reuniones de sociedad («y de esta forma medio Londres pasa lo que llamamos vida. Mañana es la fiesta en casa de Lady Heathcote—¿iré?», se pregunta, para replicar de inmediato: «sí—para castigarme por no tener ninguna ocupación»), o mientras aguarda una revolución que nunca llega, pero sobre todo a ese Byron de mirada lúcida —y lúdica— que busca en los relieves de la realidad un motivo para la carcajada”, escribe Lorenzo Luengo en la magnífica introducción que abre su traducción de los Diarios de Lord Byron en la edición anotada que publica Galaxia Gutenberg.
Una edición que reúne el Diario de Londres, impulsado por la melancolía que le dejó el final de una agitada sucesión de episodios amorosos; el breve Diario alpino, un cuaderno de viaje por los Alpes suizos en 1816, el año sin verano; el Diario de Rávena, a donde llegó desde Venecia siguiendo a la joven Teresa Guiccioli; el efímero cuaderno Mi diccionario, que escribió en Pisa; los 121 fragmentos de reflexiones y recuerdos de los Pensamientos aislados y el Diario de Cefalonia, que escribió durante su aventura griega para luchar contra los turcos por la independencia.
Un conjunto que refleja a lo largo de poco más de diez años -entre el 14 de abril de 1813 y el 15 de febrero de 1824- la imagen humana de un Byron cercano e introspectivo, muy alejado de la imagen superficial y pintoresca del dandi disfrazado de su propia leyenda poética de donjuán arrasador.
El Byron de los Diarios es más trivial, más espontáneo y proclive a la confidencia -“Si deseara ser algo..., ni yo sé lo que deseo”-, un Byron contemplativo y a veces reflexivo que anota la intrahistoria de los procesos creativos de algunos de sus textos, escribe sobre sus lecturas, su pereza o sus dolores de cabeza y habla sobre las obras de teatro que presencia o sobre las visitas que hace o recibe, comenta la situación política de Europa, se queja de las inclemencias del clima o deja una nota para recordar que al día siguiente debe comprar un regalo para alguien.
Pero es también un Byron lúcido, cínico y divertido que en la primera anotación del Diario de Londres escribe: “No sé de nadie al que haya mejorado el matrimonio. Todos los emparejados de mi tiempo son calvos e infelices. Wordsworth y Southey se han quedado sin pelo y sin humor, y mira que Southey tenía en cantidad. Pero lo de menos es qué se desprende de las sienes de un hombre en tal estado.” O el que el 5 de enero de 1821 en el Diario de Rávena confiesa sonriente: “Me iré a la cama, pues me doy cuenta de que me estoy volviendo un cínico.”
En su estudio introductorio explica Lorenzo Luengo que “en todos sus escritos de naturaleza confesional, desde las cartas y los diarios hasta los breves (y en muchos casos divertidísimos) pasajes de sus memorias que han llegado hasta nosotros, encontramos a ese Hamlet en el camerino, que ‘desviste ante nuestros ojos su portentosa mente’ y ahonda en sus misterios inspirado por un desasosiego que, ya que no otra cosa, al menos le permite comprobar que hay algo en el que es ‘más que la apariencia’: ese Byron que purga su alma o la vuelca sin miramientos sobre la página en blanco no es ya el corsario, ni el peregrino sentimental, sino un hombre en su más inmediata desnudez, que puede permitirse incluso ser ‘un necio que duda’, aunque sin envidiarle a nadie ‘la confianza en una autoacreditada sabiduría’.”
Ese Byron inseguro que tiende a la melancolía y propenso al aburrimiento -“es parte de mi naturaleza”- escribía el 15 de febrero de 1824 en la última entrada de su Diario de Cefalonia:
“Recientemente me he visto agitado, no sin violencia, por más de una pasión, y bastante ocupado tanto en lo político como en lo privado, y en medio de conflictos partidistas, políticos y (en lo que respecta a los asuntos públicos) factuales; también me he visto sumido en un estado de ansiedad por cosas que únicamente tienen que ver con mis sentimientos más íntimos, y quizá no siempre me he conducido con la moderación que, a grandes rasgos, puedo decir que solía mostrar. Desconozco si alguna de tales cosas o todas ellas pueden haber actuado sobre la mente o el cuerpo de alguien que ya ha pasado por muchos cambios previos de lugar y pasión durante una vida de treinta y seis años.”
Acababa de sufrir un aparatoso ataque convulsivo que los médicos no pudieron dictaminar si era “epiléptico, paralítico o apoplético”, pero que le había sumido en un estado de enorme debilidad. Ya no volvería a anotar nada en su diario y dos meses después, el 19 de abril, murió después de pronunciar las que fueron sus últimas palabras: “Ahora quiero dormir.”
Había cumplido años por última vez el 22 de enero, el día que escribió en Missolonghi un poema titulado En este día cumplo treinta y seis años, una despedida que termina con estas dos estrofas:
Si reniegas de la juventud, ¿ para qué vives?La tierra de la muerte honorableestá aquí. Salta al campo de batallay rinde tu aliento.
Busca -a menudo menos buscada que hallada-la tumba del soldado la mejor para ti;luego mira alrededor y elige el sitio,y toma tu descanso.Santos Domínguez