Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), un chico de catorce años, vive con resignación la situación que le ha tocado vivir: la relación conyugal tensa de sus padres (de hecho, de su madre y su padrastro), las exigencias de un profesor que, como nos ha pasado a todos “le tiene manía”, la difícil situación económica de la familia... Cuando se ve obligado a mentir al profesor por no haber cumplido un castigo impuesto, decide hacer campana del cole. Sin querer, ve a su madre en compañía de otro hombre en una actitud cariñosa y, a partir de ahí, la culpa y el miedo le van afectando hasta que construye un plan para escaparse de casa. La crítica François Truffaut es quizá uno de los directores no americanos más reconocidos de la historia del cine, y esta película, su debut en el largometraje, es una extraña ópera prima. Pues extrañamente una primera película suele ser (casi, según los gustos siempre y con permiso de 'Jules et Jim') el mejor trabajo de un director.
Truffaut nos habla en ‘Los 400 golpes’ de sí mismo, en una historia de un personaje que reproduce casi exactamente su propia vida. Y el personaje de Antoine Doinel se convertirá en su álter ego a lo largo de varias películas donde veremos desde su paso de la adolescencia a la madurez, hasta su matrimonio y paternidad. En realidad, es difícil decir qué pasa en la película, cuál es la historia o el leit motiv de la misma. Son sólo una sucesión de hechos de un chaval que se ve obligado a volverse conflictivo y en el límite de la delincuencia, motivo por el cual acaba siendo internado en un reformatorio.
Visualmente, el film es muy atractivo, el blanco y negro de Henry Decaë le da un tono triste a la película, como de desapego. Refleja a la perfección, a medida que avanza el metraje, el estado de ánimo de Antoine. De una iluminación suave al inicio de la película a un contraste más extremo hacia el final, con la escena de la playa como gran expresión de la soledad a la que se ve sometido el personaje, que prácticamente sólo habla con su amigo René, compañero de clase y de fatigas. También la bellísima música de Jean Constantin ayuda a introducirnos en un estado de ánimo parejo al del personaje. En el fondo, el chico no es más que otro adolescente incomprendido, uno más, pero su sensibilidad y su pronta madurez le hacen sentirse más infeliz que a la mayoría de jóvenes del mundo.
Truffaut se convirtió con este film en el estandarte y la muestra de lo que se conocería más adelante como la “nouvelle vague”, que encabezaría junto a otros directores de la talla de Chabrol, Rohmer, Godard, Resnais o Rivette.
Esta nueva manera de hacer cine, más humano, más cercano a los problemas, quería desmarcarse sobretodo del academicismo que reinaba en Francia hasta mediados de los años 50. Esta película es una visión general muy realista, casi radiográfica, de lo que era la vida en Francia, incluso en la capital, después de la segunda Guerra Mundial.
Hay que destacar el trabajo de Jean-Pierre Léaud, principal y casi único personaje del film, que representa de manera muy convincente los diferentes estados de ánimo del personaje, que acabaría aceptando como una extensión de sí mismo, pues llegó a rodar a lo largo de 20 años seis películas con este personaje. Nos creemos a Jean-Pierre cuando asume dormir en una cama plegable, cuando se sorprende al encontrar a su madre con otro hombre, cuando soporta el comportamiento de su padrastro, cuando explica a los responsables del reformatorio cómo se siente o cuando ríe de felicidad en el parque de atracciones al que acude durante sus novillos. Nos lo creemos porque interpreta a la perfección todas las expresiones que pueden salir de un chico de catorce años. El resto del reparto está también muy acertado, Claire Maurier, Guy Decomble, Patrick Auffay... pero quizá habría que destacar a Albert Rémy, el padrastro del personaje principal, que nos muestra su ciclotimia de manera muy expresiva pero también muy convincente.
En el film se puede ver cuál era la mayor preocupación de Truffaut, que sacó a colación en casi toda su filmografía: los sufrimientos de la infancia. Y la falta de amor, algo que vivió el director en sus propias carnes. Además, la película está llena de alegorías y de mensajes subliminales del director hacia, tal vez, sí mismo, ya que es difícil de discernir en un primer visionado si esa imagen tiene una segunda lectura o es casual. Por ejemplo, la escena en que Antoine se sube a los caballitos y distorsiona su cuerpo, de la que Truffaut dijo que quería exponer “las ganas de romper los límites establecidos y y de moverse libremente”. O la imagen de la playa, donde se refleja la soledad del personaje, que ve en la barrera entre los adultos y él mismo un muro infranqueable, a la vez que otro muro se levanta entre él y los otros chicos de su edad, a los que ve como meros niños de teta, cuyas inquietudes están muy alejadas de las suyas y con quien no encuentra puntos en común. Es, en definitiva, una obra maestra, un peliculón, un drama estrepitoso, una tragedia que se ve venir y con instantes de una emotividad enorme, como cuando en el reformatorio le preguntan por qué actúa de ese modo y él, con toda la naturalidad del mundo, lo explica. Una de esas joyas que hay que haber visto o que poner en lo más alto de las cintas pendientes.
Para terminar, me gustaría decir que, dado que François Truffaut fue crítico de cine durante muchos años para Cahiers du Cinema, disculpe a este torpe crítico por las tonterías que pueda haber dicho en este texto. Información de más
- “Faire les quatre cents coups” es una expresión en francés que significa hacer las mil y una o pasarse de la raya.
- Todos los diálogos están doblados por los propios actores, así Truffaut pretendía conseguir un sonido ambiente lo más real posible.
- Todos los jóvenes actores que no superaron el cásting para el personaje principal aparecen como compañeros de clase de Antoine.
- Esta es la película favorita de Ellen Page.
- La película fue nominada al Oscar al mejor guión original, pero no fue la candidata por Francia a mejor película de habla no inglesa. La elegida fue 'Orfeu Negro', de Marcel Camus, que se llevó la estatuílla.
¡Ahora criticas tú!