Llegó el momento de volver a partir para Alicia. Volver era un verbo que Alicia no había terminado de entender. Siempre les decía a sus hijos que era un verbo injusto; que se podían volver a cometer los mismos errores, volver a herir a las mismas personas, volver a amar a quien te odia y a odiar a quien te ama, sin necesidad de volver atrás en el tiempo. Pero cuando se trataba de volver a revivir un momento de felicidad, volver a amar a tu primer amor, volver a tener la inocencia de la juventud, no era posible; no era posible porque en estos casos era necesario - por una razón que hasta ahora ella ignoraba - volver atrás en el tiempo, y el tiempo no retrocede, ni siquiera para coger impulso.
Alicia le había pedido al marido que antes de partir la llevara a una playa que distaba a dos horas del aeropuerto. La última vez que había estado allí había sido veinte tres años atrás, con su padre, y antes de partir rumbo al continente apolillado. Esa fue también la última vez que Alicia vio al padre.
En el trayecto, el marido le preguntó qué cosa recordaba de su padre en ese atardecer. Alicia se volteó hacía el océano con el humo del cigarrillo que le nublaba la vista y no dijo nada. Después de unos minutos, con voz tímida le respondió que de esa tarde no recordaba nada, excepto que el cielo parecía una inmensa pared anaranjada; y que había visto caer el sol en el mar como una moneda de oro gigante en una alcancía infinita de color plateado.
Después de ese breve cruce de palabras no habían vuelto a decir nada. Alicia era pesarosa.
En la playa se sentaron sobre una toalla. Alicia se cubrió los pies con la arena tibia y amarillenta desde las canillas hasta los dedos, dejando entrever los meñiques esmaltados de rojo púrpura.
Creo que ese día escuché hablar al cielo, dijo Alicia a su marido mirándolo con ojos de confianza. Solía ser siempre yo la que hablaba pero ese día no me andaba. En el fondo sabía que no volvería, no para quedarme. Mi padre que me vio inmersa en mis pensamientos me propuso que jugáramos a las voces que no hablan. Te acuerdas que de niña me contabas lo que te decían las voces que no hablan, le había dicho el padre refiriéndose a los pensamientos. Y Alicia sonriendo se puso de pie, y con la brisa del crepúsculo que se divertía a dar paletadas de amarillo con el cabello de Alicia en esa inmensa pared anaranjada, comenzó a recitar alzando los brazos.
Hoy el cielo se despertó sonriente y con los ojos que le centelleaban. Está enamorado y es correspondido. Me contó que durante la noche había pasado por estas partes la nube que él ama, y que se había detenido por algunos minutos. Que dijo también que su instinto de cortejador lo llevaron a improvisar una serenata para conquistarla, y que con unas cuantas estrellas armó un mariachi y comenzó a cantarle "Cielito lindo". Pero se dio cuenta que solo un tonto vanidoso enamorado se cantaba así mismo. Entonces con un silbido llamó a Cupido y le pidió que dejara la flecha de parte, porque él no quería herir a su amada, y que cogiera a las estrellas como castañuelas y que le cantara a su amada "El toro enamorado de la luna" para fecharla. Pero se dio cuenta que solo un demente podía declarar su amor usando la declaración de otro enamorado. Entonces se dio cuenta que si él no era bueno con las palabras no podía usar las palabras de otro para enamorar a su amada, y se dio por vencido. Y estaba resignado a no volver a ver nunca más a su amada porque sabía que ella tenía que proseguir su camino. Entonces le pidió a la Luna que dejara de mirar por un instante al Toro y que iluminara al menos por pocos segundo la silueta de su amada para que él pudiese recordarla. Y la Luna que sabía que cosa era sentirse enamorado le concedió ese deseo. Bastó solo un poco de su luz nocturna de la Luna para que el Cielo viera que también su Amada lo estaba mirando con mirada enamorada.