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“Desde hace semanas, he tenido el honor de compartir algunas misivas electrónicas con el distinguido médico homeópata colombiano Ricardo Niño Mora. Ricardo es padre de cinco hijos (“cuatro hombres y una guerrera”); lleva treinta años de matrimonio –aunque aclara que “en cuanto a la edad he decidido estancarme en los quince, puesto que el tiempo ya no existe para mí”.
En uno de sus interesantes mensajes, Ricardo dice que no deberíamos ponerle adjetivos al Espíritu (“santo”, “superior”, etc.); asevera que “si le agregamos algún calificativo lo limitamos y el Espíritu no necesita calificaciones. Simplemente Es”.
Querido Ricardo: me parece muy interesante tu planteamiento, porque cuando calificamos al Espíritu –vale decir, cuando le ponemos un nombre- deberíamos estar conscientes de que ese apelativo puede ser válido y útil para nosotros, pero probablemente no lo será para nuestro prójimo.
No obstante, si somos seres “evolucionados” y entendemos que el Espíritu es Uno (tal cual lo proclaman casi todas las corporaciones religiosas y credos espirituales), los humanos deberíamos ser más tolerantes y entender que los variados nombres que le endilgamos al Ser Superior no son sino sinónimos de una misma e infinita Realidad.
Lamentablemente, desde las alturas de nuestros egos, no percibimos las cosas así. En su labor de creerse “más especial” que los demás, en su incapacidad de sentirse Uno con el resto de los seres, el ego hace de cada nombre un Dios diferente –y cada uno de ellos es una deidad de cólera, venganza y separación; el ego construye vastas mitologías donde el Dios de “nombre verdadero” guerrea con “falsos dioses” para
imponer “Su Verdad”.
En mi país, Venezuela, al maíz le decimos “jojoto”; en México: “elote”; en Chile: “choclo”; pregunto: ¿se convierte el maíz en tres cosas distintas porque lo llamemos “jojoto”, “elote” o “choclo”?
¿Seríamos capaces de iniciar una guerra santa con nuestros hermanos latinoamericanos en función de defender el nombre “más verdadero” de ese sabroso cereal?
Bueno, el ejemplo que acabo de dar puede lucir ridículo, pero es exactamente lo mismo que hemos estado haciendo –durante milenios- con el Espíritu (que es Uno): le inventamos un calificativo, hacemos de ese calificativo un personaje (“el Dios verdadero”) y luego nos lanzamos al campo de batalla, a dar la Vida por esa neurótica creación de nuestras mentes –que nada tiene que ver con el Dios que es Amor.
“Los nombres de Dios” no son “personalidades de Dios”
Uno de mis autores favoritos de ciencia ficción es el inglés Arthur C. Clarke. Su libro “2001: Odisea del Espacio” fue llevado al cine por el maestro norteamericano Stanley Kubrick en 1968. Tanto la película como la novela representaron –en su época- hitos del arte contemporáneo; al momento de escribir esta nota, muchos las consideran desfasadas: a mí me siguen gustando y las recomiendo a todos los buscadores de la Verdad, pues son obras con significativos contenidos espirituales.
Otro famoso texto de Arthur C. Clarke es el relato los “Nueve mil millones de nombres de Dios”. Resumo su anécdota; un monasterio tibetano alquila una poderosa máquina de cálculo a un laboratorio neoyorquino; se pide que el ordenador sea programado para obtener todas las combinaciones posibles de palabras con nueve letras o menos; el objetivo: los lamas del monasterio llevan tres siglos redactando una lista de los posibles nombres de Dios; aseveran que sin la máquina, la tarea les llevará quince siglos más.
Cuando el director del laboratorio les pregunta cuál es la finalidad de ese trabajo, uno de los lamas responde: “Puede llamarlo ritual, pero tiene gran importancia para nuestra fe. Los nombres del Ser Supremo –Dios, Júpiter, Jehová, Alá- no son más que rótulos escritos por los hombres. Tenemos la certidumbre de que, entre todas las combinaciones de letras, se encuentran los verdaderos nombres de Dios. Nuestro fin es hallarlos y redactarlos todos”.
Lamas y neoyorquinos se ponen de acuerdo; la máquina es programada con el alfabeto tibetano; la labor –que sin el artefacto tomaría mil quinientos años- se reducirá a escasas cien jornadas; dos ingenieros norteamericanos se trasladan al Tíbet y ponen en funcionamiento el súper-ordenador: día tras día, durante tres meses, sus computaciones son impresas en miles y miles de folios, llenos de inscripciones aparentemente absurdas, caóticas.
Con paciencia, los lamas inspeccionan cada combinación; creen que cuando todos los nombres de Dios hayan sido articulados, el Ser Supremo intervendrá para acabar con la ilusión de este mundo material (pleno de dualidades y separaciones); así, la humanidad experimentará una suerte de Nirvana colectivo que la llevará directamente al mismo centro de la Conciencia Universal.
Al cumplirse el centésimo día, los ingenieros se marchan: piensan que la faena de la computadora y los lamas ha sido inútil; sin embargo, al asomarse por la ventanilla del avión que los lleva de regreso a Nueva York, se asombran al ver que los planetas y estrellas del cielo nocturno comienzan a desaparecer uno por uno…
Los lamas del cuento de Clarke exhiben una inusual perspicacia: saben que al Uno se le imputan infinitos nombres y calificativos –y no por eso deja de ser el Dios único. Sus múltiples alias –incontables como los mundos que gravitan en el Universo- no son más que títulos temporales que cada ser vivo le atribuye desde su particular punto de vista.
El Sabio (de éste o cualquier otro mundo) hace bien en no confundir esos nombres con “personalidades” –no percibe belicosos dioses enguerrillados unos con otros, “deidades verdaderas” en mortal lucha contra “deidades erróneas”. El sincero buscador de la Verdad no teme confluir con colegas de credos distintos, porque sabe que “Yahvé”, “Mazda”, “Jehová”, “Osiris”, “Espíritu Santo” u “Ozum” no son más que
fases del mismo Ser omnipotente, milenarios apodos que sobreviven a fuerza de ritos y costumbres.
Según las leyes y registros civiles, mi nombre completo es “Carmelo Urso Cedeño”. Como escritor o periodista, suelo firmar “Carmelo Urso”. Cuando mi esposa me telefonea y me saluda de “Carmelito”, sé que está de buen talante; cuando vocea “Carmelo” –a secas- sé que trae un asunto serio entre manos; mi hijito Juan Rodrigo me denominó “Cameno” hasta el tercer año de su vida: ahora me llama “papá” o “papa-pío”.
En el liceo, los compañeros de clase me trataban de “Urso”; hace dos décadas, mi primera novia me llamaba “Cucho”; en la universidad, mis allegados me decían “Mello” (risitas incluidas); mis compadres –como es natural- me saludan con un amistoso “¡compaaadreee!”; en un trabajo anterior, donde la gente era muy formal, mi secretaria me abrumaba con el mote de “licenciado”; en mi actual trabajo, los colegas me bautizaron “Hermano” (el apodo es tan oficial que incluso figura en la página web de la empresa).
Ni en mis más delirantes fantasías me sentiré seis personas distintas por el hecho de que me tilden de “Carmelo”, “Papá”, “Compadre”, “Cucho”, “Licenciado” o “Hermano” –de hecho, el Ser divino que late en mí y en ti está más allá de cualquier mote o denominación. Ninguno de esos nombres es para mí “más verdadero” que otro –todos expresan alguna forma de Amor, de cariño; todos me gustan, de acuerdo al rol social, académico, profesional o afectivo que esté ejerciendo. Y estoy seguro, afable lector o lectora, de que contigo acontece lo mismo.
Igual pasa con el Uno: sería absurdo pensar que Él –que es Amor Infinito, Incondicional- se enojará con nosotros porque le expresemos nuestro afecto llamándolo de tal o cual manera; es impensable que el Padre-Madre de Todo lo creado nos alentará a fomentar genocidios, emprender guerras, masacrar niños, torturar mujeres indefensas o discriminar política y socialmente a nuestros semejantes en función de que defendamos uno de Sus “nombres verdaderos”.
Mi sentido común me dice que para Dios es muchísimo más importante que conozcamos la entrañable naturaleza del Amor a que nos dediquemos a la fútil tarea de descubrir su mote más legítimo. El Ser Supremo quiere que seamos amantes incondicionales de nuestros enemigos, afectuosos defensores del prójimo, fieles extensores del Amor que todo lo sana, que todo lo puede.
Tampoco me parece razonable que mi Padre-Madre celeste me condene a una eternidad infernal por llamarle “Alá” o “Quado” en lugar de “Jesús” o “Gaia”. Yo –que soy un simple ser humano lleno de defectos- jamás le haría algo similar a mi hijo Juan Rodrigo, a mi pequeña hija Paula Sofía o a mi ahijado Sebastián. Y por supuesto, querido lector o lectura, tú tampoco harías algo similar.
¿Es razonable que después de tres mil millones de evolución biológica, dos millones de años de progreso antropoide y doce mil años de civilización humana sigamos guerreando por causa de los diversos nombres que le damos al Uno?
¿Apretaré el gatillo de mi pistola, diseminaré bombas desde las alturas, lanzaré misiles nucleares a mi prójimo porque se confiesa judío, musulmán, cristiano, budista, devoto de la Diosa o canalizador de Kryon?
No suena razonable. Sin embargo, cuando leemos el diario o vemos el tele-noticiero, es moneda corriente ver a gente matar o morir por su “verdadera fe”, su “amada Patria”, su “verdadero Dios”.
Por eso, amigo Ricardo, concuerdo contigo: los calificativos que le endosamos al Ser Superior pueden limitar seriamente nuestra visión espiritual. A veces, en la espesa selva de nombres del Creador, no vemos al Árbol Único que conecta al Cielo con la Tierra. Como los lamas del cuento de Clarke, cuando dejemos atrás todos esos supuestos nombres de Dios (todas esas visiones parciales y sesgadas que tenemos del Padre-Madre) entonces percibiremos con nítida claridad la Unidad básica que subyace en todas las cosas y seres.
Porque Dios es Uno… ¡y Todos somos Uno en Él!”
Carmelo Urso
SIMPLEMENTE BELLO