Revista Opinión

Los adioses

Publicado el 05 junio 2018 por Carlosgu82

Mi esperanza fue arrancada al mismo tiempo que la última hoja del otoño. Sonó de nuevo la molesta campanilla que anunciaba el adiós que precedía a las vacaciones escolares. Comenzó a llover, y aunque sentía miedo ante tu inminente partida, me alegré de que esta despedida estuviera acompañada de la lluvia. Traté de memorizarte para todos los días que se avecinaban y en los que solo tendría esa borrosa imagen para intentar llenar los huecos que habrías de dejar en mi interior. Volvió a chillar la condenada campana y el pitido lejano del autobús avisó que era hora de partir. ¡Maldito tiempo que apremiaba, maldito el mundo que ahora me alejaba de ti! El aire se impregnó de nostalgia y te abracé con fuerza, sin importar cuánto lo negara. Lo necesitaba tanto como tú. Nunca había dado un paso tan difícil en mi vida; ninguno me costó tanto como el que di para separarme de ti. Me alejé temblando descontroladamente, sin la mitad de mi alma, que se había quedado contigo en medio de aquel abrazo. Estábamos al mismo tiempo en medio de todo y de nada, vagábamos perdidas en aquel mundo en el que nuestra amistad florecía simultáneamente con la primavera. En esa época del año, los capullos adormilados se despertaban perezosamente de su tierno letargo. Al fondo se escuchaban las habladurías inútiles del profesor cuando nuestra conversación alcanzaba un punto más allá del no retorno.

Sherlock se llamaba esa serie de la cual estábamos hablando y que se había vuelto un medio de acercarnos más. Dije que te parecías a John, que por fuera se mostraba fuerte y alegre, pero libraba en su interior una batalla de la que no podía escapar. A lo que replicaste, divertida, que me asemejaba a Sherlock, apoyando siempre a John desde que le había ayudado a dejar atrás el bastón. Desde ese momento empezamos a llamarnos por esos nombres. Jugábamos con nuestras identidades dobles todas las noches, cuando chateábamos sin falta entre las nueve y las once. Dejabas de ser Violeta para convertirte en mi fiel e incondicional amigo, y yo en tu magnífico genio. Así comenzó el mayor esplendor de nuestro tiempo juntas. Suena en mi cabeza Your Song, de Elton John, esa canción que empezó a ser algo así como el himno secreto de nuestra amistad. Aquella melodía crecía en el vacío, cuando nuestros violines y nuestros seres convergían, fusionándose en uno, creando una armonía sublime y absoluta. Las notas seguían suspendidas en el aire luego de haber levantado los arcos y parado de rasgar las sollozantes cuerdas. Solo entonces logré comprender en su totalidad el inocente alcance de mi cariño y el significado que tenías en mi vida. Con una sonrisa pronuncié las siguientes palabras: «Sin ti solo soy un Holmes sin su Watson, una luna fría desprovista de sol que la caliente, la oscuridad sin ninguna luz que le dé un final. Solo te pido que no te vayas, que nunca te alejes de mí». Mirándome intensamente a los ojos, con una expresión de agradecimiento y sosteniendo mi pálida mano, respondiste: «No me voy, estoy aquí contigo». No pudiste cumplir esa promesa. La tristeza llegó con el invierno. Traté de abrir los ojos, pero mis párpados se sintieron tan pesados que abandoné todo intento al instante.

No me quedó más opción que seguir maltratando mi cordura mientras el frío arañaba mi alma y me tentaba a sucumbir ante los placeres de la inconciencia. Cada noche, así como antes, solía esperar frente al computador a la hora de siempre y tu irremediable ausencia apagaba paulatinamente la esperanza de que volvieras. El verano vino trayéndome una nueva vida. Sostuve en mis manos la carta que nunca quise entregarte, pues estaba decidida a dejarte ir. Saqué el encendedor, contemplé la llama azulada y pensé que nuestra amistad había sido igual a las estaciones cíclicas y eternas. A veces viva y ardiente, otras cruda e insensible, quizá tierna como la primavera o melancólica como el otoño. Antes de proseguir con mi descabellada tarea, miré por última vez ese escrito en el que se leía: «Solo quiero olvidarte, dejarte olvidarme, prefiero padecer una sombría amnesia a someterme al dolor incesante de mi fatigado corazón. Evocarte me trae nostálgicos y malgastados recuerdos que pueblan de ausencias mi alma solitaria. El cielo despejado me hace sentir que no me encuentro en la realidad, pues es todo lo opuesto a la guerra que se libra agitadamente en lo más profundo de mi ser. Los adioses vienen y van destruyendo amores y promesas, desenhebrando la amistad y confirmando nuestra absurda pequeñez en este mundo donde no somos más que un par de piezas acomodadas estratégicamente en un despiadado juego de ajedrez». El mensaje comienza a quemarse lentamente frente a mis ojos, al mismo tiempo que un efímero soplo de viento se lleva las cenizas, reflejando en su perfección lo que fue nuestra historia, sin que ya no quede nadie que la recuerde


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