Editorial Seix Barral. 123 páginas. 1ª edición de 1954; esta de 2003.
Prólogo de Antonio Muñoz Molina.
Epílogo de Wolfgang A. Luchting.
Compré este
libro en la librería Ábaco, situada
en la calle Raimundo Fernández Villaverde de Madrid, una de mis librerías de
segunda mano favoritas. Me costó 4,5 €. Lo compré ya hace tiempo, creo que no
mucho después de leer el magnífico volumen de Alfaguara con los Cuentos
completos de Juan Carlos Onetti (Montevideo,
1909-Madrid, 1994). Acabo de comprobar, consultando mi blog, que este último
libro lo leí en 2012, así que desde no mucho después llevaba descansando Los
adioses de Juan Carlos Onetti en los altillos de mis estanterías del
Ikea. En esos altillos debería poner más interés para que desciendan los libros
que tengo por leer y a los que no me acerco por razones que a mí mismo se me
escapan y que, en gran medida, creo que tienen que ver con ciertas teorías de Sigmund Freud: siempre me apetece leer
el libro que no tengo, y como no lea de forma inmediata el que acabo de
comprar, me apetece siempre menos que otro que no tenga.
Sin embargo,
hace unas semanas (nota: entre la lectura
del libro y la aparición pública de la reseña ha pasado casi un año) tuve que
pasarme por la estación de avenida de América para comprar unos billetes de
autobús, y antes de acercarme busqué en internet en qué portal estaba la casa
de Onetti en Madrid, porque sabía que había vivido en la zona de avenida de
América, pero no dónde. Al final encontré su casa en el portal de avenida de
América 31y me fui hasta allá para sacarle una foto a la placa de la entrada,
que rememoraba al escritor, y buscar con la mirada el posible lugar donde se
ubicaría la terraza en la que se ve a Onetti en muchas de sus fotos madrileñas.
Para las
vacaciones de Semana Santa me apeteció leer los dos volúmenes de Emecé con los cuentos completos de John Cheever. En Jueves y Viernes
Santo, tras 342 páginas de relatos de Cheever, decidí cambiar un poco y tomé de
los altillos de mi habitación esta novela corta de Onetti.
Empecé
directamente con la novela, dejando para el final el epílogo de Wolfgang A. Luchting y el prólogo de Antonio Muñoz Molina.
Los dos primeros
párrafos del libro son muy cinematográficos y significativos: «Quisiera no
haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que
las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía
sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas
preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del
mostrador, vuelta la cara ‒sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos
blanqueados por los años‒ hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura
violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los
portones del hotel viejo.
Quisiera no
haberle visto nada más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le
di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de
acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la
escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos
movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para
saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para
curarse».
Un hombre
innominado durante todo el relato llega a un pueblo de montaña (que parece más
situado en Argentina que en Uruguay) famoso por sus sanatorios para
tuberculosos. El hombre es alto, delgado, de unos cuarenta años. Fue una
estrella del baloncesto nacional, y parece no querer saber nada de los demás
enfermos que comparten con él alojamiento en el hotel (aunque el médico le ha
recomendado que se interne en el sanatorio), como si, marcando esa distancia de
los otros enfermos, consiguiera alejarse de su destino de tuberculoso.
La historia está
contada por el almacenero del pueblo, antiguo tuberculoso («hace quince años
que vivo aquí y doce que me arreglo con tres cuartos de pulmón», pág. 18), quien
desde su mostrador observa las andanzas del hombre por el pueblo. Además, el
almacén funciona como una estafeta de correos y allí tiene que acudir el hombre
a recoger los dos tipos de cartas que recibe, ambos con sobres escritos por
mujeres, unos a mano y otros a máquina. Estas dos mujeres (una adulta
acompañada por un niño y otra muy joven) visitarán al hombre en el pueblo. Para
vivir con la chica joven el hombre alquilará una casa a las afueras, aunque
sigue pagando las cuentas del hotel.
El almacenero va
reconstruyendo la historia del antiguo jugador de baloncesto, desde algún punto
indeterminado del futuro. Además de los acontecimientos de los que él mismo ha
sido testigo directo, nos contará algunos más que le han narrado a él otros de
los personajes de la novela: el enfermero y la mucama Reina, principalmente;
aunque al final ya se hace eco también de las murmuraciones de todo el pueblo
(en esto me ha recordado al ambiente acusativo y miserable de Juntacadáveres,
otra de las novelas de Onetti que he leído).
El almacenero,
el enfermero, Reina y todo el pueblo especulan sobre la relación entre el
exjugador de baloncesto y las dos mujeres. Tanto en el prólogo como en el
epílogo, Muñoz Molina y Luchting citan a Henry
James y su Otra vuelta de tuerca para hablar de Los adioses. Los dos comentan la importancia del punto de vista en
la novela de Onetti. Además, Luchting hace una interesante reflexión sobre la
condición de personaje de la novela que acaba adquiriendo el lector pues,
contaminado por la mirada sucia y pesimista del almacenero, que en gran medida
refleja la del pueblo de montaña, el lector de Los adioses se dejará llevar por el punto de vista desde el que
recibe la historia y juzgará a los protagonistas de la novela, cuando –parecerá
decirnos Onetti al final– ninguno de nosotros tiene derecho a juzgar nada de lo
que está viendo, o cree que está viendo, ya que las dos últimas páginas del
libro lo abren a nuevas interpretaciones sobre lo contado.
En la edición
que he leído de Seix Barral se comenta que el epílogo de Wolfgang A. Luchting
se solía colocar, en ediciones anteriores, como prólogo. Aunque lo cierto es
que es un prólogo que destripa toda la novela y que es mucho mejor leerlo
cuando ya se ha finalizado la lectura del libro.
Había leído en
2012 el entusiasta prólogo que escribió Antonio Muñoz Molina para los Cuentos completos de Onetti, y me ha
gustado leer también este prólogo. De hecho, compré este libro porque en la
primera página del su prólogo afirma que esta novela es para muchos la obra
maestra de Onetti y que también el propio autor solía decir que era su novela preferida.
Muñoz Molina acaba así su prólogo: «He leído Los adioses muchas veces, desde que tenía veinte años, y estoy
convencido de que es una de las dos o tres mejores novelas cortas que se han
escrito en español».
El estilo de
Onetti, denso y oscuro, como se puede apreciar en los dos párrafos iniciales
que he reproducido antes, me parece magistral. Me ha gustado leer algunas
páginas varias veces para empaparme de ellas y poder saborearlas. Leer a Onetti
es como leer poesía. Es cierto que en algunas de sus novelas (por ejemplo me
pasó con El astillero o con Cuando ya no importe) el ritmo es
algo lento y la propia densidad de la prosa acaba ahogando la historia contada,
pero en Los adioses todo parece
conjugarse de un modo perfecto. Los
adioses es una novela corta maravillosa, y cualquier aprendiz de escritor
cuyo idioma sea el español debería leerla.
De Onetti he
leído los Cuentos completos y las
novelas El pozo, Juntacadáveres, Dejemos hablar
al viento, Cuando ya no importe y
creo que Para una tumba sin nombre
(pero tendría que consultar mis archivos). No sé por qué no he leído aún La vida breve y sus otras novelas
cortas, cuando es uno de los escritores que más admiro. Debería tomármelo como
una prioridad.