Este verano le hemos puesto a los niños la vacuna Bexsero contra la meningitis B. Os lo conté en el blog: la primera dosis se la pusimos en julio y la segunda dosis en septiembre.
Como os adelanté entonces, el día de la segunda dosis los niños estaban muertos de miedo.
En esa entrada os dije:
Me gustaría dedicar un post a hablar acerca del miedo, el dolor y la incertidumbre en los niños, y cómo los adultos la tratamos, porque creo que es un tema que merece mucho la pena
Y a esto voy a dedicar el artículo de hoy. A hablaros de lo que pasó ese día, del mal rato que pasaron ellos y, sobre todo, de la mala reacción de los adultos que nos encontramos.
El miedo, el dolor y la incertidumbre en los niños
Los antecedentes: efectos secundarios de la primera dosis de la vacuna Bexsero
Cuando en el mes de julio les pusimos la primera dosis, lo pasaron mal.
El malestar fue casi inmediato y también les dió fiebre (a Mayor hasta 38).
Pero quizá lo peor fue el dolor en el brazo. Les dolía tanto que pasaron ese día tumbados en el sofá llorando, hasta el punto de que estuvimos a punto de llevarles a Urgencias porque no parecía normal que les doliera tantísimo.
Ese dolor en el brazo les duro varios días. Mayor, de hecho, estuvo las primeras 48 horas sin poder moverlo y luego más de una semana con molestias considerables (exageración o no, estuvo días que iba a todos lados con el brazo colgando).
Lo tenéis todo en el post en el que hablo de los efectos secundarios que les dió la primera dosis. Lo recuerdo aquí para que entendáis que lo pasaron mal. Que probablemente un adulto lo hubiera pasado mal también (de hecho dicen que la vacuna sienta peor cuanto mayor se es). Y que, por tanto, parece bastante entendible que cuando les tocaba ponerse la segunda dosis estuvieran preocupados.
El miedo, el dolor y la preocupación de mis hijos
Su temor se mantuvo todo el verano. Como os digo, la primera dosis fue en julio y se pasaron todo el verano con miedo a que llegar septiembre. Nosotros procurábamos no sacar el tema pero Mayor se acordaba todas las semanas. En agosto empezó a acordarse todos los días y en septiembre, además, empezó a llorar cuando veía que la fecha era inminente.
Los dos estaban preocupados y temerosos. Obviamente Mayor lo estaba más porque con sus 6 años largos era el más consciente y también el que peor lo había pasado con la primera dosis de la vacuna Bexsero. El Peque, con 4 años, vive más en el presente y su memoria es mucho más a corto plazo.
En todo este tiempo aplicamos lo que decimos siempre: hablar, hablar y hablar. No se puede esperar que dos niños pequeños comprendan la importancia de vacunarse y que logren asumir el sacrificio temporal que implica ponérsela. Pero sí podemos acompañarles en su preocupación, darles la información que necesitan adaptada a su nivel y explicar que nuestra decisión firme tiene una razón de peso.
Y llegó el día de la segunda dosis
Les recogí del cole y ya en la puerta se echaron a llorar.
Desde el colegio hasta el ambulatorio, unos 10 minutos andando a su paso, fueron todo el camino llorando. Mayor, además, diciendo a voz en grito “si me quieres no me hagas esto” “mamá, por favor, prefiero morirme de la enfermedad esa pero no me pinches” “mamá, cómo puedes decir que me quieres y ahora hacerme daño” “no quiero que me hagan daño” y un largo etcétera de frases similares.
Cuando llegamos, el Peque fue el primero en pincharse. Dentro de lo que cabe era el que estaba más sereno, quizá por eso decidimos que fuera el primero. Pero, claro, al sentir el pinchazo lloró… Y para Mayor fue ya el acabose.
De verdad pensé que le iba a dar una ataque de ansiedad. La cara descompuesta, mitad roja mitad blanca, sudando como un pollo, temblando como una hoja, apenas podía sostenerse en pie. Pensé que o le daba un parraque o se hacía pis encima o todo junto. Jamás le había visto con tal ataque de pánico (y por supuesto espero no tener que verle pasar un rato tan malo nunca más). Llegó a un punto en el que no era dueño de su mente ni de su cuerpo. Lo pasó realmente muy mal.
Pero finalmente se pinchó, casi desmayándose pero sin resistirse y tan pronto le pincharon se dió cuenta de que no era para tanto. Los dos se dieron cuenta de que no era para tanto y de que habían sufrido más pensando en lo que iba a pasar que en lo que realmente había pasado. Y, como todos los niños, pasaron del sufrimiento extremo a la risa más sincera en apenas dos segundos, mientras la enfermera les ponía unas pegatinas.
Afortunadamente, además, apenas tuvieron efectos secundarios con la segunda dosis. Así que espero que de ese día de tan mal rato al menos hayan sacado en claro que el sufrimiento anticipatorio es una pérdida de tiempo.
Bueno, Mayor debió perder un kilo ese día sudando y a mi me salieron un par de canas, pero aquí paz y después gloria.
La intolerancia de los adultos al dolor infantil
La idea al escribir este post no es contaros el horrible rato que pasaron, especialmente Mayor. De hecho, si supiera que lo estoy contando no le gustaría nada. Ya con su edad empieza a sentir las primeras vergüenzas y de algún modo tiene la sensación de que aquel espectáculo es algo de lo que debe avergonzarse.
No, la idea de escribir este post es contaros por qué Mayor no quiere que saque este tema delante de nadie y se avergüenza de haber sentido pánico ese día.
Seguro que muchos imagináis cuál fue la respuesta de los adultos que nos fuimos encontrando ese día a nuestro paso mientras ellos lloraban y tenían miedo. Sí, de intolerancia, de desprecio, de rechazo. Frases muy feas, malas caras, miradas de asco, cero empatía.
¿Os imagináis si grabáramos con cámara oculta esto mismo pero con un adulto que tiene un ataque de ansiedad? Nadie lo entendería. Lloverían las críticas por todas partes. Todo el mundo se rasgaría las vestiduras viendo como un adulto sufre y está al límite mientras el resto de la gente no sólo no hace nada por confortarle sino que le lanza mensajes para que se calle y se avergüence. Se organizarían tertulias en televisión para averiguar qué hemos hecho mal.
Pero como son niños, parece normal. Los niños no pueden sentir. O si sienten que lo hagan bajito, porque molestan.
¿En qué momento la sociedad perdió la capacidad de enternecerse con los niños? Porque yo escucho un niño llorar y quiero abrazarle. Me pasa hasta con los niños de los vecinos, que muchas noches escucho llorar mientras trabajo. Me dan ganas de bajar a su casa a acunarles, a susurrarles, a transmitirles que tienen un sitio donde confiar. ¿En serio esto sólo me pasa a mi?
No, creo, confío en que no. Cada vez somos más padres que nos rebelamos contra el no llores, contra el los niños no lloran, contra el ¿tan mayor y llorando?
Muchos adultos son sordos al dolor de los niños. Es más, le produce rechazo. ¿Por qué? No sé qué os parecerá a vosotros. Me encantaría saber vuestra opinión. Yo cada día estoy más cerca de esas teorías que explican que muchos adultos llevan una mochila tan pesada con el daño que a su vez les hicieron durante la infancia que no pueden sino descargarla con cada niño que encuentran en su camino. Gente que no ha crecido emocionalmente, que no han sido capaces de superar su propia represión. Y, entonces, cada vez que un niño llora, se les remueve todo por dentro, y necesitan que ese niño se calle cuanto antes porque su niño interior llora con él al mismo tiempo.
Como dice el título que he elegido para el post (parafraseando a Stieg Larsson), hay adultos que no aman a los niños. Porque los niños remueven y sacan todo lo que tenemos dentro. Y no todos están preparados para eso.
Yo no quiero vivir en una sociedad así. Yo quiero vivir en un sitio donde cuando alguien llora, los demás se paran, le preguntan qué le pasa y le ayudan a que se sienta mejor o al menos se sientan a su lado para que no llore en soledad. No quiero una sociedad de reprimidos, de tristes, de personas que no se permiten sentir porque no es políticamente correcto. Quiero vivir en un sitio donde a los niños se les trate como ciudadanos de primera y se les de todo aquello que necesitan. En este caso, un lugar seguro en el que crecer emocionalmente sanos, respetando su evolución y sus emociones.
No puedo ocultar que aquel fue un día triste. Un día más de esos en los que sentirme extraterrestre. Pero al menos siempre me queda venir aquí y contároslo. Porque quizá en el 1.0 aún queden muchísimas cosas por cambiar, pero el 2.0 hace tiempo que se mueve en otra dirección.
Conservo la esperanza de que algún día los adultos que no amaban a los niños sea, como mucho, el título de algún libro, pero no una realidad.
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