Revista Cine

Los Amantes Crucificados

Publicado el 20 octubre 2010 por Diezmartinez
Los Amantes Crucificados
Según el especialista Tony Rayns, Los Amantes Crucificados (Chikamatsu Monogatari, Japón, 1954), opus número 83 de Kenji Mizoguchi, fue realizada con cierto desgano por el gran maestro japonés debido a que el proyecto nunca le había interesado realmente, además de enfrentar continuos desacuerdos en el set con su actor principal, Kazuo Hasegawa. En todo caso, si esto sucedió -y parece que así fue, por todo lo que he leído-, no se nota ninguno de estos problemas en el resultado final de un filme que, si bien es cierto, no llega a las alturas de sus obras maestras inmediatamente anteriores como Ugetsu Monogatari (1953) o El Intendente Sansho (1954), también es cierto que Los Amantes Crucificados dista mucho de ser una obra fallida.
De hecho, el filme es un Mizoguchi lo más depurado posible. Producida para la casa Daiei -la compañía de sus últimas ocho cintas, entre ellas Ugetsu... y El Intendente...-, Mizoguchi contó, como de costumbre, con su esclavizado guionista de siempre, Yoshikata Yoda, su confiable cinefotógrafo Kazuo Miyagawa y su imprescindible diseñador de producción Hiroshi Mizutani. Por lo demás, la historia, basada en una obra bunraku (o sea, de teatro de marionetas) del clásico autor nipón Monzaemon Chikamatsu, encaja a la perfección con las preocupaciones típicas de Mizoguchi: el sacrificio de una mujer cuyo amor desinteresado no es correspondido, el amor acorralado por la sevicia de los poderosos, el poder que se yergue implacable contra los que desafían las convenciones...
Se trata, por supuesto, de temas melodramáticos por excelencia, aunque el equivalente japonés del melodrama occidental sea otra cosa, conectado con otros conceptos, enraizados en el teatro y la literatura japonesas clásicas, como el mujo-kan (la fugacidad de la felicidad durante la vida) o, bien, la lucha interna que libra el ser humano entre el giri (el deber a la familia, el clan, la sociedad) y el ninjo (los deseos individuales, personales, que desafían todas las reglas, todas las convenciones). Precisamente, este es el motor dramático de Los Amantes Crucificados.
Estamos en Kyoto, a fines del siglo XVII, en la casa-taller del encumbrado Ishun (Eitarô Shindô), amo y señor de la fabricación de calendarios en esa zona, gracias a los buenos oficios de su fiel empleado Mohei (Kazuo Hasegawa). La cinta inicia con una secuencia en la que los trabajadores de la imprenta de Ishun ven cómo una pareja de amantes son llevados a crucificar por haber cometido adulterio. Ese humillante y desproporcionado castigo estará flotando sobre el destino de los protagonistas del filme, el diligente Mohei y la sufrida esposa de Ishun, Osan (Kyôko Kagawa).
La tragedia será desatada por una serie de terribles coincidencias y malos entendidos, aunque si uno analiza de cerca la trama, no es tanto el azaroso destino el que marca a Mohei y Osan. Lo que los condena son las castrantes convenciones sociales que tienen que seguir (el giri, pues), so pena de convertirse en unos parias. Así pues, aunque Mohei y Osan se ven obligados a huir juntos de la casa de Ishun, no escapan en calidad de despreciables adúlteros: él se ha colocado en esa indefendible posición por la devoción que siente hacia la señora de su amo, mientras que ella ha provocado todo por salvar el honor de su familia, manchado por un hermano irresponsable y pendenciero. A esta fórmula para la desgracia hay que sumar el amor puro que siente la jovencita mucama Otama (Yôko Minamida) por Mohei y el acoso que sufre ella misma por parte de Ishun, quien se siente con pleno derecho de pernada.
La primera parte de la cinta, pletórica de estos enredos melodramáticos, se deja ver con cierta impaciencia. No es hasta la mitad del filme, cuando Mohei y Osan se encuentran en una canoa, rodeados de niebla, cuando el drama se impone. La cámara de Miyagawa se sostiene en una toma larga y fluida de más de dos minutos -firma estilística de Mizoguchi- mientras Mohei confiesa lo que sospechábamos desde el principio: que su amor por Osan es más que devoción platónica. O, si se quiere, que se trata de una devoción platónica sublimada, deseosa del sacrificio.
Más tarde, en una secuencia similar por su duración y su virtuosismo técnico -otra vez en una toma sostenida de más de dos minutos a campo traviesa-, Osan trata de huir de Mohei para salvarlo de una muerte segura y él, frenético, va tras ella, quien se esconde tras unos arbustos, cual animalito herido. En otra media docena de secuencias más, la firma inconfundible de Mizoguchi vuelve a aparecer: tomas extendidas, notablemente ejecutadas, en el que la cámara y los actores se mueven, creando elegantes coreografías visuales a través de un encuadre siempre cambiante, siempre perfecto.
El desenlace trágico es ineludible. Cuando Osan y Mohei sean capturados, su fin será el mismo de aquella desafortunada pareja del inicio del filme. Como en otras grandes obras de Mizoguchi, la circularidad del relato se impone. Sólo que esta vez, en medio del dolor y la muerte que les espera, la felicidad se asoma: uno de los empleados del también caído en desgracia Ishun, apunta que la señora Osan, a punto de ser crucificada, nunca se había visto tan feliz... Finalmente, el amor, aunque sea precariamente, reina.

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