Revista Libros
No era capaz de desembarazarme de aquella extraña sensación de impostura que me atenazaba desde hacía tres días. Exactamente desde que colgué el teléfono tras confirmarle a Ernesto mi asistencia a la reunión de viejos amigos. Hacía siglos que no hablaba con él, algún correo esporádico o llamada telefónica fugaz para comunicarnos alegres nacimientos, bodas insospechadas o muertes inesperadas, las obligadas felicitaciones en fechas señaladas y algún encuentro espaciado a lo largo de los años. Lo normal entre amigos desde la adolescencia que ya rondábamos los cuarenta y a los que el matrimonio, los hijos, o la carga de trabajo habían ido separando de manera paulatina pero irremediable.
Ernesto había sido mi mejor amigo desde aquellos tiempos remotos en los que saltamos del Instituto a la Universidad, ingenuos idiotas seguros de comernos el mundo. En realidad ese contacto esporádico con Ernesto era el único que mantenía en la actualidad con algún miembro de nuestra antigua pandilla formada por unos diez compañeros inseparables.
Hacía tres o cuatro semanas que Ernesto había comenzado a llamarme por teléfono para contarme que estaba contactando con los antiguos amigos para organizar una cena en la que poder reunirnos y, según sus palabras, retomar nuestra amistad en el punto en la que la habíamos dejado. Yo no tenía ni la menor idea de a qué demonios se refería con aquello de retomar la amistad y en realidad la idea no me seducía en absoluto, pero al escuchar el tono tan emocionado de mi amigo le seguí la corriente seguro de que su propósito de reunirnos a todos no llegaría a buen puerto.
Por supuesto me equivocaba, gracias a las redes sociales Ernesto había sido capaz de reunir a todos los antiguos camaradas que además se habían mostrado encantados ante la iniciativa.
De modo que, sin saber muy bien porqué, me encontraba frente al restaurante elegido por Ernesto media hora antes de la hora indicada y con aquella sensación que me hacía sentirme como un impostor, un extraño tratando de infiltrarse en una fiesta a la que nadie había invitado. Y es que en mi interior tenía la certeza de que yo no era la persona que ellos esperaban, no era el Julio Hernández que ellos habían conocido. Aquel joven de labia endiablada y mordaz capaz de discutir sobre cualquier tema y con un punto de vista único y original había desaparecido convirtiéndose en un hombrecillo gris y vulgar de vida rutinaria y anodina.
Pensé seriamente en la posibilidad de dar media vuelta y volver sobre mis pasos, pero en ese preciso momento observé como Ernesto me llamaba desde dentro del restaurante. Estaba sentado en la barra acompañado de un tipo grueso y calvo en el que me costó reconocer a Pedro, el joven flacucho de pelo abundante y rizado que había sido durante años el miembro más joven de la pandilla. No tuve más remedio que entrar y unirme a ellos, soportando con estoicismo sus efusivos abrazos, preguntas de cortesía y halagos sobre lo bien que me conservaba.
Poco después comenzaron a llegar los demás, Juan, Jorge, Helena, todos igualmente cambiados e irreconocibles a primera vista. Incluso Marisa, la encantadora y bella muchacha que había sido mi primer amor, la joven voluptuosa que volvía locos a los hombres y se consideraba un espíritu libre, se había tornado ahora en una mujerona con varios kilos de más que sólo hablaba de sus tres hijos y de las virtudes de su marido.
La cena comenzó como era previsto con gran camaradería y emoción, tras repasar las actuales vidas, trabajos y familias de cada uno de nosotros se dio paso al inevitable momento de las anécdotas. Sorprendentemente la sensación que me angustiaba desde mucho antes de la velada fue desapareciendo poco a poco y me iba sintiendo cada vez más cómodo entre aquellos que habían formado parte de los mejores años de mi vida. Corría el alcohol, el buen humor y la complicidad, de modo que comencé a pensar que había sido un tonto por haber tenido tantas reticencias ante aquella reunión.
Sin embargo, tras ahogarse las carcajadas provocadas por la última anécdota contada por Pedro, un extraño silencio se apoderó de todos los comensales. Lo que parecía un silencio incómodo pero comprensible se fue alargando por demasiado tiempo. Me pareció advertir en las miradas de cada uno de los allí presentes cierto halo de extrañeza, como cuando alguien se despierta de un sueño profundo sin recordar el lugar en el que se encuentra. Los únicos que parecíamos ajenos a ese repentino estado de ánimo éramos Ernesto y yo.
De hecho Ernesto, seguramente obligado por su condición de organizador del evento, trató de retomar el tono por el que hasta entonces había transcurrido la velada comenzando a narrar otra antigua y divertida historia. Pero al terminar el grupo de amigos se quedó mirándolo fijamente con expresión sombría y amenazante. Entonces fue cuando todo estalló de manera absurda y violenta, no sé muy bien cuál fue el detonante, pero creo que lo que encendió la mecha fue que Pedro se adelantara a Jorge para hacerse con la última croqueta que quedaba en el plato, este último le arreó un tremendo puñetazo en la cara sin pensárselo dos veces. Y de esta forma comenzó una auténtica batalla campal en la que llovieron golpes, volaron platos y cubiertos y se escucharon los más horribles improperios. Ernesto y yo contemplábamos incrédulos aquel fraternal combate en el que tanto mujeres como hombres se empeñaban con una saña incomprensible y cruel. Cuando los camareros hartos de tratar en vano de poner paz avisaron a la policía le hice un gesto a Ernesto para indicarle que era el momento de marcharse de allí.
Salimos del restaurante aprovechando la confusión y nos alejamos con paso rápido y decidido poniendo un par de calles de distancia. Al llegar a un cruce nos detuvimos por fin y encendimos cada uno un cigarrillo, habíamos caminado en silencio el uno junto al otro cavilando sobre lo que había sucedido. Ernesto comenzó a hablar visiblemente escandalizado por la conducta de nuestros antiguos camaradas y jurando que era la última vez que se le ocurría una idea de ese estilo. Yo le di la razón todavía aturdido y sorprendido ante aquel extraño comportamiento. Entonces se hizo un silencio entre nosotros, ninguno de los dos parecía tener más que decir. Ernesto volvió a romper el hielo despidiéndose y prometiendo llamarme, me dijo que se iba a casa y yo le dije que haría lo mismo. Nos dimos un apretón de manos y cada uno tomó una dirección distinta.
Ernesto me había mentido, para ir a su casa tenía que haber continuado por la misma calle por la que yo caminaba ahora. Seguramente no quiso seguir caminando conmigo, pero no me importó ya que de manera extraña desde hacía un rato me invadía una agradable sensación de felicidad y seguridad en mí mismo.