Doña Paciencia anhelaba un amor pausado, un amor que se la ganara poco a poco, que la cortejara sin prisas, pero sin pausas. Pocos valientes se habían aventurado a conquistar el corazón inexplorado de Doña Paciencia. Menos aún habían logrado algún avance por la sentimental jungla.
Doña Paciencia deshojaba las margaritas de su tiempo hasta que llegó él, con su uniforme y su casco. Tan galante, tan elegante que las piernas de Doña Paciencia se volvían flanes tambaleantes con sólo imaginar su presencia. Las manecillas de su reloj se desbocaron: los días eran horas; las horas, minutos; y los minutos, el suave vaivén de las pestañas de ella.
La última tarde, junto al andén, él se armó de valor y expedicionó en el suave tacto de sus labios. Doña Paciencia sintió mariposas despegando de su estómago, mal que achacó a su más que incipiente úlcera y posó sus manos sobre el pecho del amante aspirante.
La sirena del tren les apremiaba a ser breves en sus decisiones. Ella le pidió tiempo peinando las plateadas canas de él con sus dedos. Él miró el reloj de la estación y los enlentecidos ojos de ella mientras sus pies subían a la silbante máquina.
El circo se marchaba y nadie, ni siquiera ella, podía pedirle al hombre bala que fuera despacio.