El cine y la vida, las películas como historias vividas, la vida como ilusiones (ficciones) que uno quisiera vivir. Y todo ello con el insobornable deseo de felicidad, de encontrar “los años más bellos de una vida” que, en buena definición de Víctor Hugo que figura como pórtico de entrada a la película, están en el futuro. “Los mejores años de la vida son aquellos que aún no se han vivido” dejó dicho el novelista. La hermosa canción de Francis Lai y Calogero abunda en la misma idea que los mejores años están por llegar o los que se han vivido sin tener ni necesitar nada.
Todo creador aspira a capturar fragmentos de vida, aunque sea desde la subjetividad más rabiosa o desde transformaciones que le alejen de cualquier realismo o naturalismo. Las películas tienen más parecido con la vida cuando borran las fronteras entre actores y personajes, cuando el director vuelve sobre los mismos temas y, al cabo de los años, se abunda en la misma historia para ver qué pasó con esas personas. Eso hace Claude Lelouch a partir de su Un hombre y una mujer (1969), una película aparentemente sobrevalorada, que tenía la novedad de contar una historia de amor desde una nueva mirada. Nada de amores románticos, arrebatadas pasiones adolescentes ni flechazos de Cupido. Se trataba del encuentro entre un padre y una madre que coincidían llevando a los niños a un internado; y ese encuentro se repite en citas sucesivas, con los niños como testigos, hasta sustanciarse en amor.
Lelouch volvió con la historia en 1986 y rodó Un hombre y una mujer, 20 años después. Ahora ha pasado medio siglo largo, 53 años, y coge a los jóvenes Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant devenidos casi nonagenarios y a los niños Souad Amidou y Antoine Sire, que no han desarrollado ninguna carrera en el cine, al filo de la jubilación, para indagar en el amor. Conservan los mismos nombres en la ficción y son ellos mismos, como nos hacen ver los frecuentes flashbacks que se insertan en el relato para anclarlo y subrayar que es la historia de 1966 abierta al futuro.
El cineasta narra el nuevo encuentro, cuando el guapo y atlético piloto de rallies Jean-Louis es ahora un anciano en silla de ruedas con la memoria ida y la mente ausente recluido en una residencia a la que llega Anouk. Podía contar un amor de senectud, algo muy tierno y entrañable. En lugar de eso, traza un bosquejo sobre los sentimientos, los recuerdos fragmentarios y confusos, los diálogos a ratos imposibles… que viene a ser una nostálgica aserción sobre la inmortalidad del amor. ¿Qué queda cuando el cuerpo y la mente nos abandonan? El hombre no reconoce a la mujer que fue el amor de su vida; sus facultades mentales están demasiado deterioradas, pero la identifica por la mirada y el timbre de voz, y esos signos de la presencia del amor de toda una existencia. Es lo único que conserva intacto, como grabación indeleble en su alma, y que le hace sonreír mientras un presente demasiado frágil se lo permite.
Los años más bellos de una vida dividirá al público entre quienes sintonicen con la indagación en el amor que se marchitó pero permanece en breves destellos y quienes consideren que la nostalgia es un ejercicio bastante inútil y no hay poesía alguna en la existencia mortecina en una silla de ruedas. Lejos de ser redonda, mí me ha gustado el juego actoral, con intérpretes que son ellos mismos y también son quienes fueron, medio siglo atrás, en el cine y fuera de la pantalla. La vida lo incluye todo, hasta los fantasmas del pasado.
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