Título: “Los años rojos de Luis Buñuel”. Autores: Román Gubern y Paul Hammond. Editorial: Cátedra. Edición: Madrid, 2009. 424 páginas. Precio: 24,00 €.
Texto: Ángel Ferrero. Publicado en Rebelion.org. 06.05.2010.
Los libros del historiador del cine Román Gubern (Barcelona, 1934) se caracterizan por su erudición, legibilidad y rigurosidad en las fuentes en una disciplina por desgracia demasiado conocida por su tendencia al bullshit y los fuegos de artificio retóricos, lo que los hace didácticos y amenos aún para el lector lego en la materia. Su último libro, Los años rojos de Luis Buñuel, co-escrito con Paul Hammond (Derby, Inglaterra, 1947) no es una excepción, por lo que nadie debe dejarse engañar pensando que sobre el personaje tratado todo se ha dicho ya.
Los años rojos de Luis Buñuel alumbra el período acaso menos conocido del cineasta aragonés, el de su militancia política en el Partido Comunista de España hasta su exilio norteamericano en 1938, una etapa que eludió reconocer en vida «tanto para evitarse problemas como residente en Estados Unidos (pese a ello, los tuvo), como para evitárselos a su familia residente en España bajo la dictadura de Franco y para poder visitar su propio país.»
El libro de Gubern y Hammond empieza con la incorporación de Buñuel y Dalí al grupo surrealista gracias a Un perro andaluz (1929). En aquel entonces el surrealismo comenzaba a dejar atrás, siguiendo el aire de los tiempos, el terreno de la pura experimentación artística para adentrarse en el de la política: la cabecera del grupo cambiaría significativamente su título de La Révolution Surréaliste por el de Le Surréalisme au service de la Révolution. Un ímpetu inicial que con el tiempo habría de marchitarse debido a la política cultural conservadora de la Unión Soviética, que llevó finalmente a la marginación de André Breton del Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrado en París en junio de 1935 por negarse a acatar públicamente los dogmas del realismo socialista. Entre el estalinismo a macha martillo de Louis Aragon y el coqueteo de Dalí con el fascismo, Buñuel se movió por el eje del comunismo de manera pragmática y con realismo político. La época conducía a ello: ya la La edad de oro (1930) fue recibida con el asalto de un escuadrón fascista al cine en el que se proyectaba, acción que se saldó con la destrucción de las obras expuestas en el foyer y las protestas del embajador de Mussolini en París (p. 61). No en vano fue saludada por René Crevel como un «indispensable complemento moral al pánico bursátil.» (p. 57) Y mientras todo esto se producía, Buñuel se encontraba en Hollywood contratado por la MGM para supervisar las versiones francesas de las películas, una etapa que no dejó impronta en la trayectoria del cineasta aragonés a juzgar por sus duros comentarios contra la industria cinematográfica estadounidense en Mi último suspiro. La distancia geográfica y la proclamación de la IIª República hicieron que la militancia política fuese desplazando lentamente a la surrealista, de la Buñuel se despidió definitivamente por carta escrita a Breton el 6 de mayo de 1932. Para entonces el antaño enfant terrible del surrealismo había colgado los guantes y pasado a trabajar para la Paramount supervisando el doblaje al castellano de las películas, y más tarde para Filmófono, una conocida productora y distribuidora de cine popular, dirigida a la sazón por Ricardo Urgoiti, para la que Buñuel supervisó eficazmente cuatro comedias populares, pero de tintes inequívocamente republicanos: Don Quintín el amargao (Luis Marquina, 1935), La hija de Juan Simón (José Luis Sáenz de Heredia, 1935), ¿Quién me quiere a mí? (José Luis Saénz de Heredia, 1936) y ¡Centinela alerta! (Jean Grémillon, 1937). En el ínterin rodó Las Hurdes. Tierra sin pan (1933), un documental que aún hoy es motivo de discusión entre los historiadores cinematográficos.
El estallido de la Guerra Civil puso fin al proyecto regeneracionista republicano – también en lo cinematográfico – y Buñuel colaboró, como no podía ser de otro modo, con la Alianza de Intelectuales Antifascistas antes de ser nombrado agregado cultural en la embajada republicana en París, aunque sus tareas, como describen los autores del libro en el último capítulo, se extendieron «mucho más allá del cine, para abarcar el protocolo diplomático, las relaciones públicas, la contrainformación y el espionaje» (p. 291), y que alimentaron todo tipo de leyendas, desde un viaje a Estocolmo para reclutar a una guapa espía sueca (p. 343) al “episodio de las tres bombas” (p. 347), en el que descubrió que el galán cinematográfico franco-argentino Jorge Rigaud colaboraba con un grupo franquista que atentó contra los consulados republicanos en Toulouse y Perpinyà. (Terminada la contienda, Rigaud sería condecorado por sus fechorías por Franco.) Cuando la malograda República daba sus últimas bocanadas de aire, Buñuel, que había organizado con éxito las proyecciones cinematográficas del Pabellón de la República (que reunió a Josep Lluís Sert, Picasso, Renau y Miró, entre otros), supo que habría de emprender el camino al exilio: el Gobernador Civil de la provincia de A Coruña había emitido una orden de busca y captura contra él en la que se le calificaba como «sujeto morfinómano y alcohólico», mientras que el falangista Ángel Baselga, promotor de una nueva Sección Nacional de Cinematografía del 5º Cuerpo del Ejército, condenaba a Buñuel como profesional «incapacitado hoy por estar al servicio del grupo surrealista-judío-soviético de París, en donde con Dalí y otros varios, hizo su formación artística.» (p. 354)
En suma, un Buñuel poco conocido para el público, y si bien el libro termina con la frase «los años rojos de Buñuel habían quedado atrás» (p. 386), lo cierto es que al León de Calanda nunca lo abandonó el espíritu militante e iconoclasta de aquella época. Películas como Los olvidados (1950) – inscrita en el 2003 en el registro de Memoria de la Humanidad de la UNESCO, gracias, precisamente, a los esfuerzos de Gubern –, Viridiana (1961), El ángel exterminador (1962), El discreto encanto de la burguesía (1972) o El fantasma de la libertad (1972) – por citar sólo unas cuantas – así lo testimonian. Una anécdota viene además a corroborarlo: a diferencia de la mayoría de la gente del mundo del cine, Buñuel jamás colgó el cartel de ninguna de sus películas en su despacho, pero tenía enmarcado en un lugar preferente un fotograma de La Vía Láctea (1968): el del escuadrón de la CNT – liderado nada casualmente por una mujer – fusilando a Juan Pablo II.
Ficha del Libro: Cátedra.