Revista Viajes

Los aplausos en Ipanema

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

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Los pies se me van solos hacia Ipanema y su atardecer. Llego al borde de la playa buscando una dirección que no encuentro, con el cielo mostrando un poco de azul después de tanta lluvia, con la gente caminando como si nunca hay urgencias y las ganas de detenerme a hacer un par de fotos, pero sigo y camino entre sus edificios, entre el agite del metro, los carros que van a cualquier velocidad y el olor a flores que desprende una plaza. La playa está ahí, pero de este lado de la ciudad se siente un poco más cómo se mueven quienes viven en Río de Janeiro. Están al lado del mar, es cierto, pero tienen cosas qué hacer; van a otro ritmo.

No puedo quedarme ese día en Ipanema. El metro me devuelve a Copacabana y es esa playa la que camino nuevamente como descubriéndola siempre. Pero vuelvo al día siguiente, con el sol pegado a la espalda y el cansancio en el cuerpo. Camino por las calles de Ipanema con Jonathan y Pablo, dos venezolanos que conocí dos días antes. Vamos lento, viendo el paisaje y la quietud de la orilla. Creo que es martes y deben ser cerca de las cuatro de la tarde, quizá menos. Ya he dicho que es difícil llevar la cuenta de las horas y los días en Río. Uno se entrega a su alma de ciudad que no duerme y no existe precisión alguna.

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“¿Qué pasó, panita? Ven acá, brother, burda de fino, ven acá”, nos dice un chico que nos reconoce la nacionalidad al vernos caminar y que intenta convencernos de comprar una de sus pulseras tejidas. Allí, en la arena de Ipanema, estaban tendidos un grupo de venezolanos que van viajando por ahí, pero sin mucha suerte. No nos gustan las pulseras, aunque intentamos, y después de interrogarnos en dos minutos, seguimos nuestro paso, con la vista fija en el cerro Dos Hermanos y las olas.

Jonathan y Pablo me abandonan a mitad de camino. El sol era inclemente y se detienen a sentarse y tomar una cerveza. Me voy, cámara en mano a ver a la gente, otro juego en la playa y comprarme una mazorca. Durante mi viaje a Río, las mazorcas fueron el sabor preferido de las tardes. Pero no camino mucho más, el sol no me deja avanzar y me devuelvo buscando la misma cerveza fría y el reposo en uno de los tantos kioscos apostados en la playa. El movimiento en Ipanema es más tranquilo que en Copacabana. La playa es más pequeña, aunque me atrevo a decir que su paisaje es más hermoso. Mientras que en Copacabana los kioscos permanecen abiertos hasta altas horas de la noche; con ferias improvisadas en la orilla, en Ipanema el jaleo termina temprano; poco después del atardecer.

En Ipanema, conozco la historia de Ricardo

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Me tomo una Skol y brindamos. Ya los chicos habían hecho migas con Ricardo, un venezolano que atendía en ese kiosco y que había llegado a Río un mes antes, sin saber hablar portugués y después de haber estado en Sudáfrica. A nosotros los venezolanos no nos cuesta hablar y nos contamos la vida. Me impresiona su historia, su cuento de no saber qué fue hacer a Sudáfrica, de dormir en el depósito de una tienda, de cómo se enamoró de todo lo que vio y de esas ganas de estar siempre en un lugar distinto. Por los momentos, estaba en Río y, después de los carnavales del 2013, quién sabe dónde irá a parar.

Estábamos allí, como si no hubiera más nada que hacer en el mundo, para esperar el atardecer. Es en Ipanema donde la gente se lleva sus sillas o se sienta en la arena, donde mejor pueda, para disfrutar del espectáculo. La tarde transcurre tranquila: las bicicletas, una canción lejana, un juego, los niños jugando en la arena, mucha agua de coco, mucha cerveza, mucho calor. Y entonces, el sol se comenzó a ocultar.

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Dejé mis zapatos a buen resguardo bajo la mesa y corrí hacia el mar. Nadie me contó que ese atardecer puede paralizar a muchos por un minuto. El sol se torna fucsia, morado, anaranjado intenso y se va, entre los aplausos eufóricos de la gente que se quedó allí para verlo escapar del día. Sí, la gente aplaude, como si de un concierto se tratara; los flashes se disparan y solo se escuchan gritos emocionados. Incluso el mío, ante la sorpresa de esa reacción, de ese aplauso arremolinado entre tanto mar y arena. El tiempo parece detenerse mientras el sol se oculta y entonces descubres que Ipanema, más que una playa, es el lugar en el que puedes aprender a sonreír acompañado ante algo tan sencillo como ver la noche caer.


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