Por Iván Rodrigo Mendizábal, Investigador y docente universitario
(Publicado originalmente en revista dominical, Cartón Piedra, del diario El Telégrafo, Guayaquil, el 24 de agosto de 2015; la versión que se publica acá mantiene el párrafo inicial completo de la versión de Cartón Piedra)
Voy a aprovechar una hipótesis que Roberto González Echeverría escribiera en su Mito y archivo: teoría de la narrativa latinoamericana (1990), para acercarme a la reciente obra de Mónica Ojeda, La desfiguración Silva (2014), Premio Latinoamericano de Novela “Alba Narrativa 2014”. Tal hipótesis dice: “al no tener forma propia, la novela generalmente asume la de un documento dado, al que se la ha otorgado la capacidad de vehicular la ‘verdad’ –es decir, el poder– en momentos determinados de la historia”.
En efecto, la novela La desfiguración Silva se presenta como un documento que además reúne a otros que, al modo de Jorge Luis Borges, quiere discutir una realidad ‘histórica’, una especie de ‘verdad’, alrededor de un personaje, Gianella Silva, quien formado parte de los tzánzicos ecuatorianos, aparentemente olvidada hasta hoy por dos razones: a) por la pérdida de su obra cinematográfica y b) por ser mujer, en medio de una cultura en esencia masculina. Parecería que la intención es descabezar a quienes erigieron la cultura nacional, culpables de hacer desaparecer el rol de la mujer de modo intencional.
En esta primera veta gravitan algunos de los argumentos de la novela en cuestión. Y digo argumentos, porque la obra está hecha por varios papeles o documentos, como un archivo organizado, por el cual se lleva al lector a un laberinto de espejos y temáticas: está la Gianella Silva, fotógrafa, actriz de un film para homenajear a la Gianella Silva tzánzica; está el lío amoroso de Lena y Daniel, ambos involucrados en hacer creíble, en hacer aparecer, cada uno por su lado, la evidencia fílmica, editorial, literaria, de la Silva ficticia; están los hermanos Terán como los cerebros oscuros de una orquestación cultural, de una falsificación, para resituar en la historia a una Gianella Silva ficticia, acaso la mujer que no aparece en las crónicas de la historia cultural ecuatoriana.
Están, asimismo, un ensayo literario para la connotada revista Guaraguao, entrevistas, notas de un diario, un guion de cine –medio por el cual se restablece la memoria de la personaje evocada–, …es decir, fragmentos con los que se presenta calidoscópicamente una realidad concreta: la construcción de la historia como una organización deliberada –en una parte de la novela se lee: “no existe la historia, solo los historiadores”–, donde caben el falseamiento y el espejismo; la verdad y la mentira. Así, Ojeda juega con el desdoblamiento, la repetición y la representación, con la tensión entre la realidad/ficción, lo real/lo fantástico, la imagen/lo concreto, etc.
Por algo la novela hace mención al cine, a la ilusoria representación de la imagen en su carácter de reemplazo, al imaginario que además apela a las imágenes míticas, así como a la literatura, es decir, a la palabra que crea realidad. En un pasaje de la novela Lena dice: “[hay] un acto ficcional, que consiste en que yo acepto tu mierda porque sé que es falsa, que es una mentira, que es una representación, y finjo que me la creo, que es real, que dentro de la representación las cosas me conmueven como si fueran ciertas”.
De este modo, la realidad sería como las imágenes del cine, todas representaciones, reemplazos o falsificaciones necesarias para dar sentido a la vida. En esto Ojeda dialoga con las evocaciones de la caverna de Platón, con las ilusorias premisas que se crean cuando un mundo impone la dirección de la mirada, en este caso, la institución de lo masculino en detrimento de lo femenino, hecho que implica también al campo cultural. ¿Es una crítica a los tzánzicos que se enfrentaban al patriarcado burgués y a su vez a estos que se erigieron en otros patriarcas de la cultura nacional? Es curiosa la inserción, como personaje, de Ulises Estrella –además de otras referencias a personas reales, incluida la Silva, al parecer estudiante de un instituto de artes de Guayaquil–, porque de alguna manera parecería recordarse, si bien a una figura clave del movimiento Tzánzico, a su vez una ‘institución’ del pensamiento cinematográfico nacional.
González Echeverría plantea, por otro lado, que “el archivo es un mito moderno basado en una forma antigua, una forma del comienzo”. Una segunda veta consiste en que la novela-documento de Ojeda pretende establecer un archivo sobre el cual se discute, en efecto, sobre cómo la mujer es objeto de la representación y, a la vez, es sujeto del entorno cultural. La novela-archivo señala una especie de comienzo de muchas cosas: el descubrimiento de una mujer dentro del grupo de los tzánzicos a quien se le presenta con el ímpetu crítico para medírseles; el inicio del movimiento Tzánzico donde Silva habría tenido un papel: en la novela se cita el acto de presentación del grupo con un performance poético donde la ficticia personaje toma parte, situación que alude al acto de fundar un nuevo mito. Una mirada de Ojeda a las corrientes feministas lleva a pensar en el rol de la mujer en Ecuador. En este marco, Daniel, el guionista, manifiesta que la investigación para el documental que se estaba armando, trataba de “reivindicar [a Silva] como la única mujer de los tzánzicos, la María Magdalena de los apóstoles, la mujer borrada”. La idea de que las crónicas oficiales muestren la labor de hombres y no de mujeres, por lo menos en la historia cultural de Ecuador, referido a la década de las revoluciones culturales en el mundo hacia 1960, es desde ya aleccionador para pensar el aporte de la mujer como pensadora y creadora. Pero pasando por alto el pretexto de los tzánzicos, habría que decir que la crítica es a todo un sistema socio-cultural que hasta la actualidad prevalece en el país. De acuerdo a Daniel, la ficticia Silva ansiaba “hacer un cine futurista que fuera crítico con la raíz estética violenta y misógina del mismo movimiento [tzánzico, o quizá cultural ecuatoriano]. Como escenario de su próximo cortometraje describía una ciudad arquitectónicamente diseñada para engrandecer todo lo masculino por encima de lo femenino”.
Y es acá donde la mujer como objeto representacional entra en tensión con la de sujeto del entorno cultural. Al inicio Gianella Silva declara: “Cuando nací me pusieron un nombre y, cuando aprendí a entender mi nombre, me dijeron que era única. Eso nos dicen a todos: que somos igual de únicos”. Es la personaje ‘real’, así como la personaje ‘ficticia’, en su doble representación. La una construida socialmente con un nombre, determinada por este. La otra sujeto de las normas ‘de la igualdad” social. Ojeda pone de manifiesto, desde las primeras páginas, que la mujer sufre una doble determinación.
Así, se puede decir que, tomando en cuenta a Jacques Lacan –ver para el caso los papeles del Seminario “Introducción a los nombres del Padre” (1964)–, la mujer está ‘clivada’ o castrada por la ley del padre, hecho que se da a través de la imposición del mismo nombre. En la novela, Gianella, en efecto, tiene una pésima relación con Medardo Silva, su padre, quien simula ser un padre afectuoso –por paradójico que esto suene–. Si la mujer ya sobrelleva la determinación de estar sujeta al significante impuesto por la autoridad paternal, hecho que se manifiesta además como la metaforización del deseo de la madre, tal significante sería el medio para ingresar y ser admitida en la cultura. Vemos acá que Ojeda exterioriza, a través de su novela, el hecho ineludible de la mujer como sujeta del entorno cultural ‘masculino’.
La otra determinación es la provocada por esa entrada en la cultura, cuestión que Silva lo denuncia como la ‘igualación’ en base a una falsa “unicidad”. En la misma declaración de Silva, al inicio de la novela, esta dice: “Hasta (…) tarde o temprano lo entendemos: somos igual de iguales, por eso aplastamos al otro; y el otro, para sobreponerse de la embestida, se repite que es diferente, reza, se repite que es uno, como en la infancia, se repite que es feliz. La verdad, la única en este desierto de repeticiones, es que mi nombre no es Gianella Silva: es Gianella Silva”. Es el campo de las representaciones donde la mujer es ideada como igual, pero que contradictoriamente se la presenta como otra, embestida por la cultura o la política. La representación supone que la mujer es una imagen creada y puesta en circulación, de modo repetido, hasta que la sociedad se acostumbra a verla como su objeto. El cine y la publicidad se harían cargo de apuntalar la imagen de la mujer como objeto de consumo, como ‘cosa’ del deseo, como materia de toda creación de realidad: este es, asimismo, el absurdo que la novela plantea cuando el argumento gira alrededor de la creación de una falsa figura y la filmación de su biopic. La tensión que se expresa al inicio de la novela, por lo tanto, es la de la doble figuración, a partir del nombre: ser Gianella culturalmente correcta o ser Gianella con identidad, cuerpo y espíritu propio subversores.
Entonces, ¿qué vendría a constituir la novela-documento-archivo de Ojeda? Volvamos a González Echeverría. Este señala que un archivo es “un arché, una memoria implacable que desarticula las ficciones del mito, la literatura e incluso de la historia”. La desfiguración Silva alude al acto de transformar, de modificar, de alterar y falsear. He aquí una tercera veta. El tema de la falsificación está permanentemente referenciada en la obra y esta misma termina con la declaración de cómo Gianella Silva fue un juego de provocación de unos jóvenes cineastas para poner en conflicto a ciertas figuras públicas y a la vida cultural del Ecuador de la novela.
En el mismo sentido de la hipótesis del inicio de este artículo, la novela muestra el proceso de escritura del mito y su deconstrucción, pero de ese mito de la mujer como sujeto-objeto, hasta la que intenta lograr su propia autonomía. Los papeles deliberados, insertos como ‘capítulos’, hablan de una discontinuidad que obliga al lector a reconstruir no tanto el argumento, sino la memoria propia como parte de esa reproducción cultural de la imagen femenina. Lo que revelaría es, a tono de González Echeverría, cómo el archivo social/político –la memoria nacional– es una acumulación de los signos del poder. Dicho autor postula que arché etimológicamente se relaciona con lo jurídico, pero también con el mando, con la ley ordenadora y el origen. En este marco, la novela de Ojeda usa la misma estrategia del archivo: la presencia de un sujeto, la constitución de ‘historiadores’ intérpretes, el supuesto descubrimiento de una obra. Resituar el papel de la mujer implicaría atacar a las escrituras o los nombramientos que se hace social y culturalmente de ella; en otras palabras, enfrentar al mismo poder incorporado mediante el lenguaje; dicho poder habría constituido a la mujer como un sujeto fragmentado, desfigurado –a eso alude también el título de la novela–, una representación de un ser servil o funcional al sistema.
Es ahí donde la novela-documento postula no seguir pensando retrospectivamente el problema del borramiento y de la misoginia. Se dice que la ficticia Silva realizó un grupo de cortometrajes, ahora ‘perdidos’ misteriosamente en los archivos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Entre ellos, Amazona jadeando en la gran garganta oscura, en la que se muestra una exposición de cadáveres de mujeres en una galería de arte. Se le hace decir al poeta Euler Granda –en la novela– que en tal film la directora inventa “un futuro que refleja la misoginia del presente” y a Alfonso Murriagui, respecto a otro corto, Las dulces metamorfosis de una chica de seda, que “solo Silva puede hacer una analogía entre un gusano y una mujer dentro del contexto de producción de tejidos en un futuro regido por la máquina”.
De ahí que usar el cine y la literatura como narrativas anticipatorias tiene que ver con llevarnos a pensar hasta qué punto los archivos prevalecientes de la memoria, si no son aún enfrentados y denunciados, pueden seguir sosteniendo esa imagen de la mujer como objeto cultural y sujeto de una falsa verdad; es decir, el cine y la literatura permitirían entender hasta qué punto la mujer es objeto de la violencia simbólica, tanto del lenguaje, cuanto de la realidad social y cultural imperante. Tal violencia simbólica lleva a que la mujer se la vea y se la fuerce a actuar solo como productiva, como gusano que provee de seda a un sistema establecido, donde seda se puede leer como lo acomodaticio. Ojeda reafirma acá la necesidad de ir más allá del discurso intencional, pero en la medida que sospecha que el status quo no responderá con un cambio radical de actitud, su novela termina confirmando que hacia el futuro la máquina productiva social del capital seguirá promoviendo el feminicidio, tal cual son los aparentes argumentos de los dos cortos antes mencionados.
Si vemos a La desfiguración Silva como la constitución de un archivo del futuro, en efecto, estaríamos señalando que, usando lo que se llama el ‘extrañamiento cognitivo’, esa forma de hacernos ver la realidad del presente puesto en otro espacio y tiempo, la novela denuncia al poder de lo masculino, mostrando su forma operante: la sujeción o cosificación de lo femenino hasta mostrarlo solo como un producto de consumo, todo ello con consecuencias hacia el futuro.
La desfuturización que expone la novela –gracias a exhibir la imposibilidad de una mujer en el entorno cultural y político dominado por hombres– vendría a ser, en este caso, un modo de mostrar cómo la sociedad obtura u obstruye la real emancipación de la mujer haciéndola aparecer, lenguaje de por medio, solo como un sujeto bello. Este extraño contrasentido se encuentra en una parte del guion del supuesto documental dedicado a Silva, en la recitación que uno de los personajes hace del “Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX” (1988) de Donna Haraway. En una parte se lee: “Todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en una palabra, somos Cyborgs. El Cyborg es nuestra ontología, nos otorga nuestra política”. La mujer como cyborg es el mito posmoderno, metáfora de alguien que se libera de ese clivaje y se autorrealiza, pero al mismo es el ser maquínico, engranaje de un sistema mucho más complejo, es decir, “reproducción de uno mismo a partir de las reflexiones de otro”. La mujer está atrapada en las redes de los discursos adoratrices haciéndole creer que se ha emancipado. Por eso, a continuación de la recitación del fragmento del Manifiesto, la periodista increpa al recitante: “El Gran Manifiesto no va a cambiar las cosas…” ¿Novela desencantada o nuevo manifiesto? En todo caso, La desfiguración Silva es un libro sugerente.
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