La crónica roja siempre ha sido excelente guionista. Warren Steibel era el productor de un exitoso show de debates, una vez recordó el caso de los “Lonely Hearts Killers” que había entretenido mucho a los lectores de pasquines durante casi un año durante la década del 40. Martha Beck y Raymond Fernández, una gorda y un hispano, mataron a varias mujeres que Fernández engatusaba con promesas de matrimonio a través de la correspondencia de “corazones solitarios”. Steibel pensó que si valía hacer un intento en el cine podía ser para contar esta historia (pensó bien, pues el cine volvería a devorarla en dos ocasiones más). Entonces acudió a su roommate Leonard Kastle, le propuso investigar el caso y escribir un libreto. Kastle no tenía ninguna experiencia en el cine, lo suyo era componer óperas. Había tenido cierto éxito con una ópera sobre los mormones y algo menos con otra acerca del hundimiento de un barco ballenero. Steibel obtuvo unos US$ 150 mil de un amigo millonario y un buen guión de Kastle, entonces buscó un director joven y económico. Se decidió por un Martin Scorsese con las cejas mucho menos pobladas pero con ojos ansiosos por desarrollar un estilo. El joven Scorsese se pasaba horas planificando un plano secuencia, un plano detalle, un movimiento de grúa, mientras Steibel se comía las uñas observando al dinero desvanecerse.A las dos semanas lo despidió. No consiguió a otro director, así que convenció a Kastle de asumir la tarea de convertir en imágenes lo que había puesto en papel. Si bien esta no fue la segunda película de un futuro maestro, “The Honeymoon Killers” fue la brillante debut de un cineasta que nunca tendría una segunda oportunidad.
Entre lo poco rodado por Scorsese que no fue descartado tenemos un breve plano secuencia justo al principio. En el pasillo de un hospital se escucha una pequeña explosión, la enfermera Martha se apresura a reprender a los responsables: dos subalternos que combinaron por error dos sustancias de limpieza y que, de paso, aprovechan la soledad para besuquearse. Martha es una mujer malhumorada, en sus treinta, no es fea pero padece un serio sobrepeso y por la manera en que regaña a los amantes furtivos es fácil suponer que los envidia. En su casa, su amiga la convence de poner un anuncio en el periódico a ver si logra pescar a un hombre. Le responde Raymond Fernández, un español que ha hecho de este tipo de correspondencia su medio de subsistencia. Desvalija a señoras de media edad y luego las abandona tan solteronas como las encontró. Martha cae en la trampa pero Raymond también. Bajo amenaza de suicidio, Martha convence a Raymond de encontrarse por segunda vez. Esta vez, Raymond le muestra su habitación y la pone al tanto de sus estafas. En lugar de huir espantada, Martha se enamora y abandona a su madre para irse con él. Ahora acompañará a Raymond haciéndose pasar por su hermana, mientras este continúa ganándose el pan con nuevas incautas. Pero Martha tendrá que hacer grandes esfuerzos para contener los celos y vigilar que Raymond no cometa el acto con sus “prometidas”. Hasta que las cosas se saldrán de control y vendrán los martillazos, los tiros en la sien y los ahogamientos.
¿Por qué nos da poca pena que estas mujeres sean eliminadas por unos billetes y unas baratijas, y por que los asesinos nos parecen tan poco horrendos? Las víctimas son tan cursis e ingenuas: una de ellas entona una canción patriótica en la bañera, mientras afuera su fiancé y la gorda la están desvalijando; otra que colecciona imágenes de Jesucristo y que repite “Innat cuuuute?” con una vocecilla que nos hace presagiar que la van a dormir de un martillazo. Los asesinos son dos pobres diablos intentando sobrevivir en un Estados Unidos cucufato, discriminador y donde la estupidez se propaga a través de radionovelas y folletines rosa. Martha parece haber encontrado quien la quiera, ya no es una de aquellas “mujeres dejadas de lado”, pero para ella el costo será colaborar en estafar (y despachar para el otro mundo de ser necesario) a algunas desafortunadas que todavía lo son. Así puede relajarse y de rato en rato entregarse a las galletas, los sándwich y los bombones que devora recostada como si le fueran a proporcionar orgasmos. Ray, por su lado, es un narcisista acérrimo, curtido tras su máscara de galán exótico que le da de comer y que incluso perfecciona, disimulando su calvicie gracias al tupé que le obsequia una de sus “prometidas”. El suyo es un trabajo calculado: “No te imaginas lo que puedes obtener de las mujeres a cambio de un poco de afecto”, le dice a Martha con los cheques que otra mujer embaucada le ha firmado.
“The Honeymoon Killers” es un viaje peligroso, te incita y avasalla a cada momento, pero qué tentador puede ser confrontar en secreto nuestra ambigüedad moral. Sórdidamente divertida, esta película te da un escarmiento por estar pasándola bien. “The Honeymoon Killers”, como la crónica roja, apela a esa simpatía culposa que siente el espectador por personajes en extremo marginales que se inmolan en su intento de beneficiarse de un mundo idiotizado.
Seguramente por su distancia a los parámetros, especialmente por tener una protagonista de 100 kilos, a la distancia se la calificó de obscena. Así pues su exhibición en Estados Unidos estuvo confinada a la cartelera exploitation y a su público nada gustoso en ser reconocido a la salida del cine. Todo lo contrario a lo ocurrido en Europa donde ganó ilustres fans que no iban a callar sus alabanzas. Francois Truffaut la nombró su “película americana favorita” y Michelangelo Antonioni, más emocionado, la elevaba a ser “una de las películas más sublimes que había visto jamás”.
Kastle recibió una importante ayuda de Oliver Wood, el director de fotografía traído por Scorsese, para hacer el milagro de que un compositor de óperas haya tenido una ópera prima en el cine tan poderosa. Optaron por ese tono semi-documental, desprovisto de luces artificiales y en un blanco y negro, totalmente en desuso para los 70´s, que evoca a un newsreel. Kastle rodó en orden cronológico y en escenarios reales con la cámara siempre al servicio del registro más sobrio y eficaz. Un estudio sobre dos sociópatas sin exaltación, ni momentos diseñados para sacudir al espectador, simplemente la gráfica del desquiciamiento. Kastle se propuso enfocar nuestra fascinación por el delito en el ambiente en el que este madura. Después de esta prometedora debut, a los 39 años, Kastle barajaría un par de proyectos, uno de ellos en la misma linea de "Honeymoon", que no llegaría a rodar para luego retomar definitivamente las partituras. Su escapada al mundo del cine terminó muy rápido pero perduró en la mente de muchos cinéfilos. Entre ellos seguramente el mexicano Arturo Ripstein que no resistió las ganas de contar su versión del caso en “Profundo Carmesí” (1996), con el tinte sórdido mucho más acentuado.
Pero ¿qué fue de la gorda? Al ver a Shirley Stoler como Martha, su primer papel, en “The Honeymoon Killers”, puedes pensar que debió haber sido difícil para esta actriz encontrar nuevos trabajos. Olvidas que el cine y la TV siempre necesita villanos a quienes, a veces, el sobrepeso les viene muy bien para presumir de su maldad. Así Stoler hizo una discreta carrera dramática como “la gorda mala”. Tuvo otro rol de importancia como una nazi al mando de un campo de concentración, personaje inspirado en la leyendaria sádica nazi Ilse Koch, en “Pasqualino Settebellezze” (1975). También hizo roles pequeños en películas como “The Deer Hunter” (1978), “Macolm X” (1992) o “Une vraie jeune fille” (1976) de la audaz Catherine Breillat. El resto del tiempo, hasta algunos años antes de su muerte en 1999, su especialidad era ser arpía en series y telenovelas que las amas de casa contemplaban frunciendo la frente.
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