El 8 de julio de 1964, los medios nacionales informaron que The Beatles se iban a presentar en la TV de la Argentina, más precisamente en un programa del canal 9. El gestor de tamaña proeza era Alejandro Romay, ya por entonces con suficientes méritos para ser llamado “El Zar de la TV”. Sin embargo, el embuste quedó enseguida al descubierto: los esforzados The American Beetles –al menos tuvieron el decoro de eliminar la letra “a”– no eran los de Liverpool. Solían actuar en clubes de Miami, donde se ganaban la vida prendidos a la flamante moda de la música beat. Si bien el programa tuvo un alto rating, en el año del estallido de la Beatlemanía ya no era posible que esa clase de engaño pudiera prosperar por mucho tiempo.Por Sergio Pujol
En 1963, los primeros singles de los Beatles editados en la Argentina habían sido “Para ti” (“From Me to You”), “Ámame” (“Love Me Do”) y “Por favor, yo” (“Please Please Me”). La compulsión traductora podía llegar al absurdo de presentar al grupo como “Los Grillos”, cuando en rigor –y por aproximación– podrían haber sido traducidos como “Los Escarabajos”. Pero pronto la resistencia de la lengua cedería ante la hegemonía del inglés. (No es descabellado suponer que uno de los efectos secundarios de la ola Beatle sobre las playas argentinas haya sido el de convencer a muchos adolescentes de que quizás las tediosas clases particulares de inglés bien podían servir para estar un poco más cerca del cuarteto revolucionario).
A los Beatles se los podía copiar, pero no clonar. A partir de la
actuación en el Ed Sullivan Show –el mismo año de la operación Romay–,
miles y miles de jóvenes en el mundo se agruparon de a cuatro para
cantar y tocar con dos guitarras eléctricas, un bajo y una batería en un
estilo que no parecía reconocer una genealogía del todo clara. Eso no
era exactamente rock and roll, más allá de alguna cita de Chuck Berry y
la admiración de Lennon por Elvis; tampoco era el insulso pop que había
desplazado al tango de las preferencias de los más jóvenes en la segunda
mitad de los años 50. No era posible saber con exactitud de dónde
venían los Beatles en términos musicales (por otra parte, poco y nada se
conocía del Merseybeat y demás irrupciones de localismo británico), ni
hasta dónde eran capaces de llegar. En Montevideo, Los Shakers, con los
hermanos Fattoruso al frente, fueron tal vez los primeros en marcar el
beat con una lógica mimética de impecable factura. Tras ellos
proliferaron los verdaderos padres del rock argentino, de Los Gatos a
Moris, y de Almendra a los bluseros Manal. El hecho de que todos ellos
escribieran sus letras en castellano (Los Shakers lo hacían en inglés)
consolidaría una narrativa de identidad juvenil rioplatense de sesgo
autoral. Finalmente, el ejemplo Beatle generaría una polinización
cultural de gran originalidad; una suerte de traducción de la
modernización anglosajona al idioma de los argentinos.
UNA PUERTA DE NUEVOS SONIDOS
Para la juventud de mediados de los
años 60, ávida de novedades, aquello fue una epifanía inigualable. En
pocos meses, el Club del Clan como fábrica de ídolos juveniles quedó
completamente superado; solo algunos de sus integrantes, como Palito
Ortega y Chico Novarro, lograron desarrollar carreras solistas exitosas.
El fogoso Sandro, que con su grupo Los de Fuego había sabido versionar
algunas canciones de la primera etapa de los Beatles, reorientó su
carrera hacia el pop romántico. Para los tangueros, aquella revolución
musical fue poco menos que una tragedia.
Solo Piazzolla, cuándo no, se atrevió a parar la oreja con cierta
atención. “¿Vos escuchaste ‘María de Buenos Aires’?”, le preguntaba,
incisivo, al periodista Alberto Speratti, en 1968. “Allí hay música
beat, la batería está utilizada como beat y a veces hay unos efectos
sonoros que son típicos. Yo creo que la gente joven percibe eso.” Pero
el de Piazzolla no era tanto un elogio a las composiciones de Lennon y
McCartney como el reconocimiento de que una puerta de nuevos sonidos se
había abierto, y que él estaba dispuesto a asomarse a ella para darle
otro condimento al tango moderno.
En el campo de la música académica, solo el vanguardista Juan Carlos Paz pareció mostrar cierto entusiasmo por los británicos. “¡No hay que indignarse tanto con los Beatles, lo hacen lo mejor que pueden!”, escribió en su diario personal. “Aparte de que, después de tanta música sofisticada, entre popular y culterana –jazz metafísico, jazz culto, tango inyectado de Bartók, de Ravel, de Stravinsky o de cualquier otro que preste el indispensable y sofisticado pasaporte de cultura y modernidad, o mejor aún, de culto y modernoso–, los Beatles ocupan una ubicación semejante a la de los juglares de los Villon.” El Instituto Di Tella de la calle Florida, por su parte, no se quedó atrás: el espectáculo multimedia Be at beat Beatles de 1967 rindió tributo al grito juvenil del momento.
La Beatlemanía pegó fuerte en la Argentina desde un principio. ¿Por cuántas guitarreadas pasaron las melodías felices y los acordes rasgados de “Can’t Buy Me Love”, “Help!” o “Yesterday”? Obviamente no hay manera de censarlo, pero en la memoria emotiva de quienes recibieron su educación sentimental y estética en los rebeldes años 60 seguramente habita el recuerdo de alguno de aquellos temas precariamente tocado, acaso compartiendo tertulia con una zamba, mientras la TV ponía al aire una tira animada con John, Paul, George y Ringo como protagonistas y los films Anochecer de un día agitado y ¡Socorro! (en el celuloide la traducción de los títulos era tan aceptable como el subtitulado de los diálogos) cosechaban taquilla y buenas críticas, toda vez que la “seriedad” del realizador Richard Lester prestigiaba a los Fabulosos en un terreno, el del cine, que no les era afín.
Por otra parte, la iniciativa de Ben Molar, propietario de la
editorial de partituras Fermata, de lanzar al mercado las ediciones de
las canciones más conocidas (en algunos casos, con letras en castellano
¡totalmente inventadas!) puso a muchos estudiantes de guitarra en
contacto con las melodías y el cifrado armónico; esto tuvo un poderoso
efecto multiplicador entre quienes jugaban por un momento a ser un
Beatle en la ciudad del tango.
Cuando en agosto de 1967 las disquerías argentinas pusieron a la venta el álbum Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, la influyente revista Primera Plana le dedicó al álbum una nota a doble página bajo el título “Cuando en el cielo pasen lista” (esto último en alusión a su superpoblada tapa). Entre palabras ponderativas y alguna data sobre los tracks, la nota compartía con los lectores un guarismo sin duda impresionante: en los primeros quince días de su lanzamiento, el disco llevaba vendidas 40 mil unidades. Impresionante, mas no sorprendente. A solo tres años de la presentación de The American Beetles, los Beatles verdaderos se habían convertido en punto de referencia clave de un cambio radical en el arte de hacer canciones, y de interpretarlas.
Antes del estallido Beatle, la música considerada “joven” era un fenómeno tan pasajero como el acné. Pero en la gradación estética transcurrida entre “Love Me Do” y “A Day in the Life”, el mundo de la música se pintó de colores. Y la Argentina se volvió Beatle.
“Yo ya tenía una concepción musical antes de escucharlos”, le contaba Luis Alberto Spinetta a Juan Carlos Diez en el libro Martropía. “Pero ellos reúnen lo mejor de todo lo que uno puede imaginar. Además, si a mis hijos les gustan los Beatles, tarde o temprano van a poder entender toda la música que hice.”
Sergio Pujol
