Trabajadores en una oficina, mediados del siglo XX
No vinimos al mundo a cambiar las cosas de sitio, sino “a dejarlas tal como las encontramos; sin embargo, es precisamente lo contrario lo que hemos hecho”. Cuando la humanidad descubrió que la vida carecía de sentido, cuando comprobó que no devolvía las llamadas, ante aquel silencio tan atronador de la vida, decidió que había llegado el momento de actuar. “Si la vida no tiene sentido, yo le daré uno”, se dijo el ser humano: cansado de contemplar la naturaleza, harto de la monotonía de los días, de que no pasara nada, ávido de acontecimientos, muy incómodo en su papel de simple espectador, resolvió pasar a la acción y comenzó a construir, a manipular, a adulterar un mundo que sin duda estaba bien como estaba. Mediante la acción, a través del trabajo, el hombre consiguió poco a poco ir olvidando el mutismo de una existencia que no abría la boca: enfrascado en la acción, cada vez fue haciendo más y preguntando menos. A diferencia de cuando preguntaba, mientras hacía, cuando estaba ocupado, la conciencia no dolía.
¿Qué perseguimos cuando nos entregamos al acto, cuando hacemos alguna cosa? Sin duda, curarnos de “esa enfermedad que es la conciencia”. Para los ocupados, la conciencia no pasa de ser un mal llevadero, una pequeña molestia, una muela del juicio que no acaba de romper la encía, y que solo muy de tarde en tarde les recuerda que aún sigue ahí. Pero es mejor, es más digno ser que hacer: siendo se comprende más que haciendo. “Pensar es socavar, socavarse. Actuar implica menos riesgos porque la acción llena el intervalo entre las cosas y nosotros, en tanto que la reflexión la amplía peligrosamente [...] Mientras me entrego a un ejercicio físico, a un trabajo manual, soy feliz, estoy colmado; en cuanto me detengo me viene el vértigo y solo pienso en salir huyendo para siempre”. Actuamos por temor a quedarnos a solas con nuestro ser, porque no sabemos qué decirnos a nosotros mismos. Casi nunca mantenemos con nosotros una conversación en serio, no hablamos, por ejemplo, del miedo, de la inverosimilitud que sentimos ante el hecho de tener que desaparecer: entre nuestro ser y nosotros siempre se producen incómodos silencios de ascensor, y preguntamos por tonterías, o hablamos de deportes, y para que la situación no se eternice, para salir del apuro, encendemos aparatos, llenamos nuestra soledad de teléfonos, de ordenadores, de cacharros, de cosas que nos distraigan y nos rescaten de la inquisitorial mirada de la conciencia.
Cuando arrecia el temporal de las preguntas comprometidas, nos refugiamos en la acción hasta que amaina. El trabajo es el prestigioso refugio que la sociedad ha inventado para que nuestras veleidades metafísicas no pasen de ser un hobby, para que nunca podamos convertirnos en profesionales de la meditación, ni le pongamos peros a la vida. Hay que reconocer que el engaño es notable. La sociedad no solo nos obliga a trabajar, sino que, merced a una extraordinaria pirueta de autosugestión, muchos confiesan que su trabajo les gusta, que trabajar es bueno, y que si no trabajaran no sabrían qué hacer y se aburrirían. ¿Cabe mayor caso de hipnosis colectiva?
Sin embargo, como Cioran, yo “prefiero una pereza que lo comprende todo a una actividad frenética e intolerante. Para despertar al mundo hay que exaltar la pereza. Porque el perezoso tiene infinitamente más sentido metafísico que el agitado”.
Actuar supone huir del ser. “En el trabajo, el ser humano se olvida de sí mismo, lo cual, sin embargo, no produce en él una dulce ingenuidad, sino un estado próximo a la imbecilidad”. Deberíamos recuperarnos a nosotros mismos, urdir un motín contra el trabajo antes de que sea tarde y nos desfigure y nos convierta en imbéciles sin remisión. Quienes detestan el trabajo y admiten que, de poder hacerlo, dejarían de trabajar, son aquellos individuos con los que se podría contar en un hipotético levantamiento. Los peores son los que aseguran disfrutar con lo que hacen: son los más enganchados a la droga, los iniciados más débiles de la secta. La reflexión de Cioran no podría ser más ajustada: “En lugar de vivir para sí mismo -no en el sentido del egoísmo sino de una vida dedicada a la búsqueda de la plenitud-, el ser humano se ha convertido en un esclavo lamentable e impotente de la realidad exterior”.
Renunciar al trabajo o, cuando menos, estar en contra de trabajar, es una señal de modestia. Observa a los ocupados, parece que se les va la vida en lo que hacen. ¿No es petulante eso de trabajar como si fuesen a vivir, como mínimo, tres mil años? ¿Es que han olvidado que no han venido al mundo para quedarse? Quienes, además de trabajar, aman el trabajo, los ardientes defensores del trabajo, son como los burros de noria, burros con ronzal que no sabrían ni andar si los liberasen del jubo que los condena a dar vueltas y vueltas y más vueltas alrededor de... ¡la nada!
Alberto Domínguez Cioran, manual de antiayudaEd. Al revés, 2014
*Las citas en cursiva están extraídas de textos de Cioran.