Emociona y hace recuperar parte de la fe perdida en la especie humana, el acto de este policía de veinticuatro años, que gasta setenta y cinco dólares de su bolsillo en comprar unas botas a un indigente porque él, con las suyas reglamentarias y dos pares de calcetines, sentía frío. Partiendo de la presunción de veracidad, el hecho fue filmado, en desconocimiento del agente, por parte de un turista neoyorquino que pasaba por allí. Uno tiende a creer que la juventud siempre va ligada a una generosidad mayor, y más desprendida, sin esperanza de recompensa alguna. Los sentimientos, con el tiempo, se van perdiendo y uno busca más el interés porpio que el ajeno, predicando el egoísmo como filosofía de vida en la mayor parte de la sociedad. Poco importa que el policía fuese republicano o demócrata, al margen de que cualquiera de las dos formaciones está a la derecha de la derecha española más denostada, harían falta políticos de este talante y esa edad, para que el mundo funcionase un poco mejor. Aquí, en este desgastado suelo patrio, se invierten cientos de millones de euros en obras faraónicas, como el Niemeyer avilesino, para terminar enterándonos después que se gastaron unos millones de euros en viajes y comidas sin justificar, mientras falta dinero para pagar la ley de dependencia, que fue promulgada sin fondos necesarios para llevarla a efecto. Entre admirar la obra del insigne arquitecto brasileño y comer, se antoja infinitamente más necesario lo segundo, por más que los defensores de la cultura se alimenten con este tipo de instituciones. Tal vez porque sus estómagos están previamente satisfechos y sus espíritus muy alejados de aquel simple policía neoyorquino que gastó el dinero de su cartera en que un indigente no pasara frío. Tomar ejemplo, es poco.