Elías Gómez era un detective de esos de segunda clase que bien podría haber dado el tipo para una película de las serias protagonizada por Alfredo Landa. Su aspecto ojeroso de hombre triste, acabado, amigo del tabaco, del whisky y de trasnochar, y su despacho tan cutre y desordenado ayudaban mucho. El detective sobrevivía con algunas cosillas de poca monta que le iban saliendo y con otras que surgían de las maniobras, algo ilícitas por cierto, de él y de su cuñado Ceferino.
Con los años, el viejo cartel de la puerta que, con tanto esmero, Ceferino Sardón había elaborado, fue víctima del deterioro. El cristal esmerilado, desde dentro del despacho, lucía de esta guisa: Enlace del episodio anterior, donde se explica el origen del cartelito de la puerta —¡Solo queda el apellido!—exclamaba el detective— ¡Y encima, al revés!Sin embargo, la costumbre de verlo así todos los días, no solo por parte de Elías, sino también por los potenciales clientes que se acercaban al bufete —la mayoría picaba una vez y no más—, hizo que “Gómez” se reconvirtiera —al menos visualmente— en “Zemóg”.
—Oye, pues no suena mal del todo. ¡Zemóg! Visto en el buen sentido, hasta parece un apellido extranjero. Lo cual puede darle al despacho un toque de categoría—. Le decía un día que estaba de buen humor a Ceferino. —Si quieres te lo vuelvo a pintar— se ofreció solícito su cuñado. —No, déjalo. Que igual nos trae suerte. —Hablando de suerte, esta mañana llamó uno que quería una cita contigo para el miércoles. Lo tienes para las once. Me hice de rogar para que creyera que era muy difícil concertar una cita dado lo apretado de tu agenda. Al final le dije que, excepcionalmente y haciendo un esfuerzo, le hacía un hueco entre dos clientes muy importantes y que, por favor, fuera muy puntual. —Eres un lince. ¿Te dijo para qué quería la entrevista? —No. Me señaló que por teléfono no quería dar detalles. Se le veía preocupado.
El miércoles, a las once menos cinco de la mañana, alguien llamó tímidamente con los nudillos en la puerta de cristal esmerilado del despacho. El detective andaba con el portátil abierto sobre la mesa y levantó la vista un poco por encima, lo justo para visualizar la mitad superior de la puerta. —Adelante— dijo Elías Gómez desde su sillón de IKEA, intentando emitir una voz firme y segura que transmitiera al visitante la sensación de seriedad y profesionalidad que el despacho pretendía vender. La puerta, distante tan solo un par de metros de la mesa del bufete, se entreabrió y, al poco, volvió a cerrarse sin que aparentemente nadie hubiera entrado. —Pase— repitió el detective—.No se quede ahí fuera. Y una vocecita surgió entra la puerta y la mesa: —Si estoy ya dentro. Es que la mesa y el ordenador me tapan.
Elías Gómez cerró su portátil, se incorporó de su butacón de plástico negro y miró delante de su mesa. Se quedó ojiplático cuando vio que quien le hablaba con esa vocecita era un ser diminuto que no mediría más de 85 o 90 centímetros. “Cielo santo, un enano”, se dijo el detective. Imagen tomada de aquí —Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? —Hola, buenos días. Me llamo Blas. Trabajo en un circo, haciendo reír a pequeños y a grandes. Quiero contratar sus servicios para que investigue a la mujer barbuda y al domador de leones, que me acosan laboralmente, y yo pueda, con las pruebas pertinentes, demandarles por trato vejatorio. Porque el dueño del circo no me cree y dice que exagero. Y ellos, evidentemente, niegan todo como bellacos. Necesito pruebas, con testigos que prueben su infamia. —¡¿La mujer barbuda y un domador de leones…?!— comenzó a decir sin dar crédito a lo que estaba oyendo. —Sí— respondió el diminuto hombrecillo—- Están celosos de mí y me hacen la vida imposible. La mujer barbuda me coge en brazos y me restriega toda la barbota en mi cara. Los pelos son duros como escarpias y me provocan sarpullido. Luego me suelta y se ríe a carcajadas la muy pelleja. El otro día, sin ir más lejos, casi me muerde un león, azuzado por Nicolás, el domador. Me apretó contra los barrotes de la jaula para irritar a los animales. Menos mal que los leones son viejos y apenas tienen garras ni dientes. El domador es un mal tipo. —Resulta increíble— dijo el detective, recomponiendo el gesto tras la sorpresa inicial. —Por eso he venido. Necesito que ustedes me ayuden. (Continúa)