Todo el que crea en Dios y reconozca sus perfecciones debe admitir al menos dos cosas:
1) Que si fue un Creador perfecto, no ha lugar a que intervenga en el mundo para corregir los efectos naturales derivados del primer acto de Creación, pues tal implicaría que su obra es mejorable.
2) Que si es un perfecto soberano, no deja que nada ocurra sin que se dirija al mejor fin moral, logrando que de los males puedan extraerse bienes.
Un castigo es bueno si hostiga a los malos o si pone a prueba y enseña a los buenos, mientras que sólo es malo si retribuye a los buenos con un mal del que ningún bien pueden extraer, eliminándolos. Sin embargo, nuestra condición mortal hace que todos, buenos y malos, estemos sujetos en última instancia a este castigo carente de finalidad y de enseñanza, que es consecuencia de una culpa primigenia. Los miles de millones de hombres que pueblan el planeta serán previsiblemente reducidos a la nada en los próximos cien años, con azares distintos, y nadie que no atente contra sí mismo podrá elegir su muerte. Visto así, los desastres naturales sólo son un mal para los malos, que reciben pago anticipado por su maldad y pierden toda posibilidad de reconciliación con Dios, pero no para los buenos, que o bien son fortalecidos en la tribulación, o bien son puestos a salvo de la condenación eterna y encuentran antes un destino que de todos modos no podían evitar.
¡Absurdos ateos! No abrís la boca por la desaparición inevitable de todo el género humano, a la que tenéis por natural, y os rasgáis las vestiduras por un caso particular de mortalidad que afecta a una ínfima parte de los hombres, debida a la misma naturaleza a la que poco antes dabais vuestro beneplácito.
Protestar por los desastres y la muerte muestra falta de fe en quien cree en la justicia eterna, y falta de razón en quien estima que todo obedece a una ciega necesidad.