Por Flavio Paredes
(Publicado en suplemento Ideas del diario El Comercio, Quito, el 10 Octubre 2015)
Quizás sea imposible entender a un autor o la configuración de su obra o la consecución de su estilo desde un único libro; pero eso se ha impuesto sobre el lector hispanohablante respecto de la escritura de Svetlana Alexievich, recientemente laureada con el Premio Nobel de Literatura.
‘Voces de Chernóbil’ es su único título disponible en castellano. Para noviembre llegará ‘La guerra no tiene rostro de mujer’ (1983). Hasta tanto está el libro de 1997 (en edición de De Bolsillo, de Penguin Random House). Este texto es una fundición de muerte y amor, expresada como tragedia polifónica, desde quienes fueron atravesados por ese desastre nuclear, del cual se cumplirán tres décadas el año próximo.
La decisión de los suecos de otorgar el galardón a Alexievich ha devenido en un premio a la no ficción, reconocida antes con los Nobel para Theodor Mommsen, Bertrand Russell, Winston Churchill… Pero, sobre todo, es un aplauso al reportaje, a un trabajo vivencial y documental que hace de la literatura una lupa que agranda el entendimiento y la experiencia de nuestro ser en nuestro mundo. En las páginas de ‘Voces de Chernóbil’ se percibe una dimensión en torno al ser humano, una dimensión que solo el arte no puede transmitir. Tal vez tenga que ver con la decisión y el riesgo de Alexievich o con la obligatoriedad que se impuso para escribir después de aquel Apocalipsis, con las sencillas armas del periodismo.
El suyo -de lo leído en este libro, subtitulado ‘Crónica del futuro’- es el periodismo que se aparta de los titulares a seis columnas y los leads de ‘impacto’, de las estructuras piramidales y el entrecomillado; no se vuelca a la entrega de noticias. Su prosa arma historias esbozando la historia, sobrepasa lo urgente y concentra lo importante, reflexiona desde la narrativa en lugar de conmocionar con la arrogancia de lo objetivo omnipresente. Alexievich transita el reportaje literario, ese territorio hollado por Ryszard Kapuscinski, con quien emparenta la escritura de la Nobel 2015.
La concisa justificación de la Academia sueca explicó que el premio fue a manos de Alexievich “por sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo”. Si la obra de la escritora nacida en Ucrania, y residente en Bielorrusia, se erige en monumento, no será uno donde caguen las palomas, pues se limpia constantemente: rescatando un afán colectivo, no con el relato de eventos, sino de emociones.
Cómo encontrar palabras cuando no hay manera de mantener la distancia con lo ocurrido, cuando el hilo del tiempo se ha detenido, cuando lo humano ha dejado de serlo para convertirse en bestiario, en una cifra de despojos… De la necesidad de afrontar al magno espanto surge la novela de voces, la novela colectiva, la novela oratorio, evidencia, reportaje. Un coro épico se concentra en la letra de Alexievich. Cada parte de ‘Voces de Chernóbil’ se remata con testimonios grupales, clamando desde el múltiple lamento de la gente: Coro de soldados, Coro del pueblo, Coro de niños. Unísonos todos, como para dar refugio a ‘una solitaria voz humana’.
Así es cómo la periodista escucha y ve el mundo, como un coro de voces individuales y un ‘collage’ de detalles diarios. Svetlana Alexievich atrapa “las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo”, como confiesa en la entrevista consigo misma, en las páginas iniciales de su libro. “Escribo -dice- y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes”.
Los cientos de entrevistas resueltas como testimonios también ocupan el paginado como monólogos: ‘…acerca de cómo se convoca a las almas del cielo para llorar y comer con ellas’, ‘…acerca de una canción sin palabras’, ‘…acerca de los despojos andantes y la tierra hablante’, ‘…acerca de cómo una cosa completamente desconocida se va metiendo dentro de ti’, ‘…acerca de los símbolos y los secretos de un gran país’, ‘…acerca de la física, de la que todos estuvimos enamorados’ y otros, 38 en total.
Si quien sale de prisión sigue viendo al mundo como una cárcel; ¿cómo verían los sobrevivientes de Chernóbil el espacio a su alrededor? En el planeta, un inmensurable desastre; en el prójimo, la malformación amante; en el aire, la radiación; en la sociedad, el caos… A ese infierno desciende Alexievich y tras la catábasis su pluma suelta un velo pesimista, la derrota de la esperanza, la degradación que se extiende -nube tóxica- sobre quienes hablan en poco más de 400 páginas.
La autora describe esa frustración del soviético en la que algunos analistas hallaron -por sobre otras causas, la mayoría externa- el motivo más cierto para el desplome de la URSS: el costo humano de la catástrofe y las sospechosas -por decir lo menos- medidas de contención emprendidas por las autoridades. De esa frustración y de uranio están hechos los escombros de la utopía soviética.
Puntos suspensivos, paréntesis, exclamaciones, preguntas, saltos y silencios dejan imaginar la situación de los interlocutores -que no personajes-, de su experiencia y de su relato; es decir, precisamente, de las voces de esos individuos que se juntan y se desperdigan como los granos de arena de la historia. Esposas, bomberos, soldados, limpiadores, padres, niños, residentes, ciudadanos, personas que en nada se parecen a los héroes de busto en bronce, pero que conforman ese género humano que llena con sus coros los infiernos del desastre… La memoria.
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