Portada del libro, editado por Alfaguara.
Siempre preciso en sus reseñas, Rafael Lemus nos habla ahora de los cuentos de Fogwill en Letras Libres:Téngase en cuenta este nombre, Fogwill, antes de apresurarse y decretar la defunción de las literaturas nacionales. Téngase en cuenta la obra de este escritor, novelas y cuentos y un puñado de ensayos, cuando se esté a punto de afirmar que ya no hay fronteras y que ya nada nos es ajeno. Porque resulta que Fogwill (Buenos Aires, 1941) es, como Marcelo Mellado en Chile, como David Toscana en México, como tantos otros autores en tantos otros países, un escritor esencialmente nacional –un argentino para argentinos.
No es que los escenarios y las referencias de sus ficciones sean locales –así se arma casi toda narrativa. No es tampoco que su escritura esté contaminada de habla –en este caso, de estilizada jerga porteña. Es sencillamente que este hombre escribe desde Argentina para debatir y afectar la –ya de por sí autorreferencial– literatura de Argentina. Basta con notar la manera en que cita o parodia el canon local, o la frecuencia con que participa en controversias tribales, o los escándalos que él mismo genera al interior del circuito literario bonaerense, para entender que no es a nosotros a quienes mira.
El Fogwill que alcanza a llegar hasta México es, previsiblemente, menos polémico y, desafortunadamente, bastante escaso. Sus libros circulan apenas y apenas si son discutidos y reseñados. Aun su novela más célebre, Los pichiciegos (1983), faltaba en los estantes de las librerías mexicanas hasta hace unas cuantas semanas, cuando Periférica, que reeditó la obra, mandó algunos ejemplares a esta orilla. Ahora también puede encontrarse –o tal vez no– este volumen: todos los cuentos que ha escrito Fogwill salvo los cinco o seis que él mismo descartó. En total: veintiún relatos –algunos de ellos casi nouvelles– publicados entre 1974 y 2007.
La pregunta es: ¿cómo leerlos?, ¿de qué manera enfrentarse a unos cuentos que evidentemente no fueron escritos para uno? Inútil buscar asistencia en el nimio prólogo de Elvio E. Gandolfo o en la esquiva nota preliminar del propio Fogwill: no ofrecen coordenadas, estamos a solas. Inútil, también, buscar asidero en la cronología: los cuentos se presentan sin orden temporal, obedecen la arbitraria secuencia que Fogwill quiso imponerles. Solo hay textos, veintiuno, y es difícil hallar un estilo, una estrategia, que los articule. Hay relatos con suspenso y sin suspenso, políticos o amorosos, metaliterarios o realistas. Hay lo mismo misterios marítimos (“El japonés”) que brutales alusiones a la guerra de las Malvinas (“Los pasajeros del tren de la noche”) y hasta una divertida parodia de El extranjero de Camus (“Sobre el arte de la novela”). Hay un puñado de cuentos maestros (los dos últimos más “Muchacha Punk”, “Help a él” y “Otra muerte del arte”) y hay, para ser sinceros, dos o tres narraciones bastante tortuosas.
Es tanta la oferta que uno podría llegar a pensar: este hombre es uno de esos narradores, más o menos convencionales, que sacrifican todo –estilo, poética, visión del mundo– en aras de la trama; otro cuentacuentos cuya única justificación es el tópico placer de narrar. Sin embargo, es cosa de mirar con detenimiento para notar que estos relatos, al revés de los de los narradores-artesanos, no funcionan como deberían. En vez de salir disparados hacia la meta, se demoran en el camino –su ritmo es lento e inestable, la prosa bulle y zigzaguea, el narrador arrastra ideas y manías a lo largo de las páginas. En lugar de optar por la elegancia y la ligereza, no temen ensuciarse, ni ser opacos, ni extenderse y engordar. De hecho, uno tiene la impresión de que los mejores de estos cuentos pesan y ocupan espacio –significan.
¿Que por qué pesan? Tal vez, en parte, por su densidad intelectual. Es cierto que uno nunca diría que Fogwill es un teórico o un filósofo. Es verdad, también, que dentro de la literatura argentina él pasa por ser uno de los narradores menos intelectuales –más cercano, por ejemplo, a Arlt y Puig que a Borges y Saer y Piglia. Pero ya se sabe que no se puede ser un narrador de veras argentino sin ser un narrador inteligente y Fogwill es de veras listo. Tan listo que su obra es una prueba –otra más– de que se puede narrar y pensar la narrativa al mismo tiempo. El mejor Fogwill es, en este sentido, dos Fogwills: un narrador nato, capaz de pasajes dramáticos muy potentes, y un curioso crítico que extiende y extiende el relato con el propósito de habitarlo e investigarlo durante el mayor tiempo posible. Este recurso, desplegar y estirar los textos hasta dejar a la vista su porosidad, es clave en Fogwill. Si no se cree, léase esa maravilla que es “Help a él”, una larga y paródica deconstrucción –ya desde el título– de “El Aleph”. ¿Deconstrucción? Más bien: ampliación, expansión de los elementos borgesianos para de ese modo volverlos más obvios y comprensibles.
Estos cuentos pesan, además, por toda la realidad que acarrean. Desde luego que no se trata de una realidad universal, ingrávida, tópica –de esa que, ay, hace crack. Se trata de una realidad concreta y local –experimentada. Si Fogwill tiene un compromiso, no es con lo Real ni con la cacareada Condición Humana. Por el contrario: trabaja con materiales claros y específicos –un rincón particular de Buenos Aires, un determinado taxista, una fecha puntual. En efecto: trabaja. Después de elegir su porción de realidad, no se limita a cuidarla ni a registrarla en detallados apuntes costumbristas. Procede del mismo modo que con el cuento de Borges: extiende el tejido –la trama– de esa realidad hasta botar sus costuras y abrir sus puntos. Donde se crea un espacio, clava una aguja. Que lastima en México y cómo ha de joder en Argentina.