Hace unos días un lector del blog me preguntó si haría algún comentario sobre el problema reciente relativo al dictado de los cursos de teología de la PUCP. Mi primera respuesta fue un no más o menos categórico. No porque se trate de algo que no me interese, todo lo contrario: todos o casi todos los profesores del Departamente de Teología de la PUCP son muy buenos amigos míos, hermanos en el seguimiento de Cristo. Su situación me duele y me indigna. De hecho, es muy posible que yo haya sido una de las primeras personas en enterarse. Por una coincidencia, me tocó estar en el mismo edificio en el que todos ellos estaba reunidos y muy poco después de recibir la noticia del Cardenal y la subsiguiente reacción del rectorado, uno de mis buenos amigos me dio algún detalle de lo que había sucedido.
Indico todo esto para dar contexto pero, fundamentalmente, para explicar que mi deseo de no escribir no tenía que ver con el desinterés, sino, en realidad, con cierto hartazgo asociado a la desesperanza. Hartazgo por el manoseo múltiple que este tema había tenido en los medios de comunicación, por los mil comentarios desinformados en Facebook; hartazgo, quizá en suprema dosis, debido a la impunidad del obrar del Cardenal, debido a su maldad que parece intrínseca. Con tanto comentario y ante tanto y continuo exceso de Cipriani no solo estaba agotado y hasta harto, sino desesperanzado.
Es verdad que esta situación se veía venir y que, como me dijo uno de los implicados, hasta sorprende que haya sido tan tardía. Lo que no sorprende es la mala intención y el carácter injustificado de la acción, encubierta bajo el concepto de obediencia y de una autoridad claramente ilegítima, aunque las leyes canónicas asistan el obrar del purpurado.
Con todo este contexto, con genuina tristeza, me daban muy pocas ganas de escribir. Me dolía la situación de mis amigos, me indignaba el actuar de Cipriani y me frustraba que, básicamente, no se pudiese hacer nada en el corto plazo. A pesar de ello, las líneas del lector que mencione al inicio me hicieron recordar de lo que se trata la experiencia cristiana. Situación que me hace advertirle al lector que, a diferencia de otros muchos posts en los que me he referido al Cardenal Cipriani, este no se concentrará en la crítica severa. No voy a hacer aquí un llamado a la revolución ni diseñar una estrategia de “marketing”, como sugirió con poco tino un amigo, para desenmascarar la maldad navideña del arzobispo de Lima. Las pocas líneas que quedan las dedicaré a hacer un llamado a la esperanza en medio de la desesperanza, de la noche oscura que vive la Iglesia limeña gracias a su obispo.
Cualquier creyente cristiano debería siempre leer la vida a la luz de la fe en Cristo Jesús. Esto no siempre es sencillo, porque la vida está llena de cosas que nos lo hacen muy difícil. Una de ellas, sin duda, es la maldad en el mundo. La maldad que recibimos, la maldad que victimiza a otros. El mal, además, se siente más vil y más fuerte cuando proviene de aquellos que deberían hacer el bien, como curas y obispos, como el cardenal Cipriani. Cuando gente como Cipriani aparece, uno se siente muy tentado a perder la fe, a dejar de creer y a que crezca notoriamente su desprecio por la Iglesia. Todo esto no es solo justificado, sino que señala una indignación sana, hasta necesaria. Sin embargo, la experiencia cristiana va mucho más allá de eso. En medio de la noche oscura, el creyente, como Cristo mismo en Getsemaní y en la cruz, está llamado a creer.
Quienes no comprenden de qué se trata ser cristiano, seguramente pensarán que esta actitud es permisiva y que mi post no es más que una concesión mediocre para que las cosas pasen sin hacer nada. Es una lectura posible; es, sin embargo, una lectura equivocada. El vicio de esa interpretación es su poca cercanía a la experiencia cristiana, en la cual podemos incorporar sin duda la tradición del Antiguo Testamento. La historia de Israel, que es la historia de la Iglesia y que la historia de todo creyente, es la historia de un grupo de gente invitada por Dios al amor y a la verdad. Este grupo de gente no fue nunca fiel a sus promesas y, salvo en muy contadas excepciones, rompió grandemente su pacto con Dios. Dios, lento a la ira y rico en perdón, tendió siempre la mano a sus hijos y les ofreció Su perdón a pesar de la constante infidelidad de estos. Esto no es poco significativo en el contexto del problema que aquí trato porque para el creyente la Biblia no narra solo interesantes historias, sino que le revela la verdad sobre su propia vida.
Piensen nada más en uno que otro caso paradigmático. Traigamos a la memoria el caso de José. Vendido por sus hermanos, quienes en realidad deseaban matarlo. Humillado, vejado, esclavizado y luego apresado. ¿Quién podría tener fe en ese contexto? ¿Quién podría esperar que las cosas cambiasen de rumbo? Y, sin embargo, como nos recuerda Jon Levenson, es precisamente a través de la humillación que la exaltación y la gloria vienen. Cuando en medio del dolor y de la oscuridad de la soledad y de la falta amor uno es capaz de reconocer el don de Dios, precisamente allí, la historia de José da un giro. Como se sabe, José termina siendo la segunda persona más poderosa de Egipto. No solo eso, sino que en un perfecto contrapunto final en la historia, llegada la hambruna universal, son los hermanos que inicialmente quisieron matarlo, los que luego tienen que ponerse de rodillas a rogarle por comida.
Otra cuestión, igualmente relevante para estos casos, es tener en cuenta una de las cuestiones que más fácilmente pasa desapercibida para el lector no estudioso de la Biblia: las genealogías. El nacimiento de Jesús, por ejemplo, es precedido en el evangelio de Mateo por el establecimiento de la genealogía del recién nacido, la línea de sus ancestros. Para casi todos nosotros, me incluyo a mí mismo antes de iniciar mis estudios teológicos, este es un dato poco relevante, el cual se salta rápidamente para ir a cosas “más” importantes. La genealogía de Jesús, no obstante, es sumamente instructiva en este contexto de desesperanza. Lo que el hagiógrafo nos recuerda con ella es que el salvador del mundo proviene de una familia de pecado. De un linaje real lleno de faltas y de mentiras de lo más graves, de una familia, también, de insignificantes. Casi cada una de esas personas puede ser reconocida en la tradición del pueblo de Israel y aquellas que difícilmente se recuerda, precisamente, señalan también la insignificancia final de la casa de David. Mi punto aquí, siguiendo a Gary Anderson y a Raymond Brown, es que a pesar del inmenso pecado y de la final insignificancia, la familia de Jesús engendró al salvador. Las promesas de Dios se mantuvieron a pesar de la infidelidad de su pueblo. Este, amigos lectores, no es un detalle menor.
Muchos pensarán, insisto, que este es un modo incorrecto de leer las cosas. Que mi apelación a la Biblia no es pertinente y que mi lectura de la misma coincide claramente con las razones por las cuales Marx calificaba a la religión como el opio del pueblo. Creo, sin embargo, que ese sería un error en la percepción. Primero, porque estas reflexiones jamás han pretendido nublar el hecho de que el arzobispo de Lima es un personaje nocivo para la Iglesia y para la PUCP. Eso es tan claro que no tiene sentido desarrollarlo. Lo he hecho además numerosas veces por este mismo medio. En segundo lugar, porque mis consideraciones no pretenden invitar a la inacción ni a perder el ánimo crítico. Eso no solo sería irresponsable, sino antievangélico. Jesús no era sino un crítico del estado de cosas presente. Hacer algo diferente sería alejarnos de la firmeza de lo que implica anunciar el Reino. Pero estas dos primeras ideas terminan siendo puntos aislados para el cristiano, como bien recuerda Gustavo Gutiérrez, si uno no es capaz de adentrarse en el misterio de Dios, en el silencio de la contemplación de Su amor. Denuncia, crítica, desacuerdo, profecía, todo ello es necesario y acorde con el espíritu del Reino; no obstante, aún más importante es aprender a escuchar la voluntad de Dios en el silencio, muchas veces, en el silencio del dolor del sufrimiento inmerecido. Así lo hizo José. Así lo hizo la esperanza de un pueblo que tuvo que vivir bajo el gobierno de autoridades infames, de reyes que jamás estuvieron a la altura de su cargo. Así lo hizo el propio Señor, cuya gloria pasa primero por la cruz. No porque el dolor sea un fin en sí mismo, sino porque el amor de Cristo no es un amor de este mundo y por eso generó y genera una resistencia tal que muchas veces trae muerte, real o simbólica.
En estos días difíciles, extiendo mi solidaridad a mis amigos teólogos A mi juicio, la mejor manera de hacerlo es recordándoles con amor, la esperanza que viene del cielo, de un Dios que hace proezas, de un Señor que no olvida a sus hijos y que sabrá hacer justicia a aquellos que abusan de su rol y en lugar de invitar al cielo, limitan nuestra entrada. Como siempre nos recuerda Gutiérrez, citando a Arguedas, que sea mucha más la esperanza que sentimos que aquello que realmente sabemos. Y, bueno, igual uno nunca sabe…por ahí algún “imprudente” podría tener un pequeño “desliz” y causarle un “accidente” al Cardenal. Ustedes saben, Lima es una ciudad difícil…son cositas que pasan