Revista Cine
Que ni la cuarta parte de la población española haya seguido el debate con los dos candidatos más firmes a convertirse en su próximo Presidente del Gobierno, pone de manifiesto un par de cosas. La primera, que la ciudadanía ya tiene decidido que hará el 20-N: si votar o no, y a quién de hacerlo. La segunda, que los políticos no cuentan con credibilidad alguna en una sociedad cada día menos solidaria y arriesgada. (Hay más, claro: el horario, las diez de la noche, no es para niños ni jubilados. A ver si somos europeos de una vez y nos movemos, amamos, trabajamos, con el Sol, y no la Luna, como astro referente.) Lo cierto es que tal vez la razón para sentarte a ver el debate era el morbo en ver quién perdía los papeles primero, en descubrir si coincidían en el color de las corbatas, si alguno hablaría de la disolución de ETA o los acampados de Sol, en seguir en Twitter los comentarios que hicieron de #rajoygana un TT amargo -¿no se dieron cuenta los asesores del candidato del PP que era una coña?; viven de espaldas al mundo real: hoy, el de la www-; había más interés en cómo se desenvolverían y reaccionarian frente al contrincante, que en oírles hablar de sus programas milagrosos, en repetir eso de “vóteme a mí, que tengo la solución”. ¡Cómo si el remedio de nuestros males pasara por Moncloa! La crisis económica es global y se sale acompañado o a tiros, no hay otra. Y la segunda opción es deleznable.
Lo único que el domingo 20 se sabrá es cómo será nuestro día a día: cuánto cobrará un parado al que se le termine el subsidio; cuál será el salario por el que te contratarán; el precio de los medicamentos; el IVA de los alimentos; las ayudas para las familias numerosas; el precio de la educación laica; el impuesto de la Iglesia romana; el tratamiento que recibirán los extranjeros no comunitarios; los derechos de los matrimonios entre personas del mismo sexo; las normas de circulación por carreteras y autopistas; el precio del tabaco y el alcohol; las tasas y comisiones bancarias... Como puede verse, la cotidianidad, lo único que a la clase media de verdad le importa -una clase media que corre peligro de fraccionarse en mil pedazos, si es que ya no lo está-. Porque los de arriba y los de abajo seguirán en el mismo sitio: el pobre seguirá siendo pobre si no lo remedia la lotería o el fútbol, y, como dice la ácida Condesa viuda de Grantham, magníficamente interpretada por Maggie Smith, en la muy recomendable Downton Abbey -comienzos del XX en la campiña inglesa; señores y criados-: “La aristocracia no ha sobrevivido por su intransigencia”.
La suerte estaba echada antes del cacareado debate, un gasto que pudo evitarse, aunque se nos llene la boca con palabras como democracia, que, no olvidemos, como crisis tiene raíz griega. No hacía falta llegar al segundo asalto para saber que ni Rubalcaba, ni Rajoy son grandes oradores y mentes despejadas. Mediocres con suerte, a lo sumo: ni en el más enfebrecido de sus sueños, imaginaron con aspirar a tan alto cargo y presidir la nación. Y salga quien salga elegido, porque derrotados ya lo están los dos, la noche del 20, traerá un nuevo presidente, que en realidad será un obstrucción para una generación, posiblemente perdida para siempre. Suárez fue investido Presidente con 47 años; González con 40; Aznar con 43; Rodríguez Zapatero con 44 -estos tres últimos datos reflejan su vez primera, no las reelecciones, por supuesto,- y Calvo-Sotelo, con 55 años, la excepción en la juventud de los elegidos, el dato que confirma el conservadurismo de las sociedades políticas (no salió de unas urnas) cuando el miedo se instala en sus sillones de cuero. Que el próximo aún tendrá más edad, no lo remedia ni la repentina muerte del monarca actual.
No, la gente con experiencia, con edad avanzada, no sobra en la sociedad, en sus departamentos civiles o políticos, ni mucho menos. Son necesarios aquí, ahora y siempre. No podemos decir que España, Europa, no es lugar para viejos. Pero alguien debería gritar que hay una generación, varias, los nacidos entre 1960 y 1975, más o menos, que deberían ir delante del carro, ser los que allanan el camino para que dentro de diez o doce años los que hoy están estudiando pongan en práctica los conocimientos adquiridos. Pero sea por egoísmo o temor, sus hermanos mayores, sus tíos, no les dejan sacar la cabeza fuera del agua. Curiosamente los mismos que llenaban las calles pidiendo autonomías y democracia en los tiempos del gris desvaído, son ahora los que dicen que para viejos los de ahora y para jóvenes los de antes. Si al menos se gastasen la flema de Violet Crawley.
Violet Crawley, Condesa viuda de Grantham