Revista Opinión
Durante la presente campaña electoral -corta en comparación con la interminable precampaña que se ha desarrollado desde el triunfo mismo de la moción de censura-, la organización de debates entre los candidatos que concurren en ella como cabezas de cartel de los principales partidos políticos ha generado no poca polémica y confrontación. Una polémica innecesaria que ha desviado el interés que debiera suscitar la exposición de las ideas y proyectos por parte de los candidatos hacia minucias que sólo interesan a las empresas organizadoras de los debates (una televisión privada y otra pública), por la publicidad gratuita que les genera, y a los estrategas de algunas formaciones políticas, por idéntico motivo, a las que les conviene más el ruido que lo sustantivo. Una polémica, todo hay que decirlo, a la que también ha contribuido, en gran medida, el presidente del Gobierno, al mostrar escaso respeto por la independencia del medio de comunicación de titularidad pública que, como Gobierno, habría sido deseable que, desde el primer momento, hubiera primado por su función de servicio público en detrimento de la cadena privada, cuyo objetivo es el lucro. Sea como fuere, los rifirrafes y las rectificaciones de última hora en torno a los debates televisivos han sobrado en una campaña electoral que ya venía cargada de excesiva virulencia y acritud, a causa de las descalificaciones, insultos y manipulaciones con que se viene desarrollando.
Todo lo anterior es consecuencia de que la posibilidad de realizar debates entre candidatos durante una campaña electoral no está regulada en España y depende del interés de los partidos por celebrarlos y de las televisiones por organizarlos. Los organizan los medios de comunicación y no los partidos políticos. En cuarenta años de democracia en España, sólo se han realizado cinco debates políticos, el primero de los cuales, a dos tandas, se celebró en 1993 entre Felipe González y José María Aznar. Quince años más tarde, en 2008, se realizó otro duelo, también a dos tandas, entre Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero. En 2011, en un tercer debate, Rajoy repitió cara a cara con Alfredo Pérez Rubalcaba. El cuarto encuentro televisado se celebró en 2015 entre Pedro Sánchez y el presidente Rajoy, quien, dos días antes, había rechazado un debate entre los cuatro aspirantes a la presidencia del Gobierno, enviando en su lugar a la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría. Y, por último, el quinto debate fue al revés: Rajoy rehuyó el cara a cara con el líder de la oposición, pero asistió al organizado entre los cuatro candidatos que aspiraban a La Moncloa. Era la primera vez que se celebraba un debate con todos los aspirantes a presidente de Gobierno. En la presente ocasión, será la segunda vez que se celebre un debate entre los cuatro candidatos, y a dos vueltas en menos de 24 horas.
En el origen de la polémica está la decisión del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de escoger el debate organizado por Atresmedia (A3), la televisión privada, en detrimento del de Televisión Española (TVE), el ente público, porque le daba la oportunidad de confrontar con el candidato de Vox, el partido de ultraderecha, aliado en Andalucía con el Partido Popular y Ciudadanos, los otros partidos de derechas presentes en el debate. Pero hubiera sido la primera vez que se celebraría un debate con la presencia de un líder sin representación parlamentaria nacional, aunque con grandes expectativas de tenerla. El debate de TVE se limitaba desde el principio a los aspirantes con tal requisito, como exige la doctrina de la Junta Electoral Central y la interpretación de la Ley Electoral. Prohibido el debate “a cinco” de A3 por exigencias legales -tras recursos presentados por ERC, Coalición Canaria y PNV (formaciones nacionalistas) que recordaban que ya anteriormente se había dictaminado que la ley también debía aplicarse a los debates organizados por las televisiones privadas-, el presidente del Gobierno optó entonces por el debate “a cuatro” de TVE, que anteriormente había descartado. La cadena privada -que se apresuró a modificar su formato para adaptarlo “a cuatro” como exigía la ley- y los demás candidatos, incluido el de Podemos, la formación de izquierda, reclamaron que se mantuviera también el debate previsto en A3, aunque supusiera repetir en menos de 24 horas el de TVE, y con los mismos protagonistas: Pedro Sánchez (PSOE), Pablo Casado (PP), Albert Rivera (Cs) y Pablo Iglesias (Podemos). La presión mediática y política fue mayúscula, hasta el extremo de hacer rectificar al presidente del Gobierno y obligarlo aceptar su asistencia a los dos debates, en una especie de enfrentamiento a dos vueltas: uno de ida (TVE) y otro de vuelta (A3).
El primero a celebrarse sería el de TVE y su desarrollo condicionará el de A3, irremediablemente. En el primero, en el que no conviene agotar toda la artillería, servirá para marcar el terreno e identificar las fortalezas y debilidades, propias y ajenas, para en el segundo intentar que la mejor imagen, el mejor mensaje y los argumentos más convincentes sean el de uno y no el de los adversarios, para movilizar que los indecisos, de porcentaje supuestamente muy elevado, acudan a votar el próximo 28 de abril y escojan la papeleta de quien se cree ganador del debate.
Sin embargo, el enredo de fechas, la celebración de dos debates seguidos y la torpe instrumentalización de la televisión pública, han trastocado los planes del presidente del Gobierno y candidato del PSOE a revalidar el cargo, cuya campaña, como candidato favorito en las encuestas, transcurría con tonos “institucionales”, actitud moderada, que evitaba responder a las descalificaciones que recibía de sus contrincantes, y limitada a relatar las iniciativas, de fuerte calado social, aprobadas bajo su mandato de escasos diez meses. Una campaña sin riesgos, diseñada para no enredarse con la crispación en la que debaten los demás candidatos, que amenazan con cordones sanitarios, mentiras y manipulaciones para socavar la confianza demoscópica en el líder socialista, experto en resiliencia y capacidad de resistencia.
Pero la polémica, el lío de fechas y las discrepancias con el formato, han aflorado incluso en los prolegómenos del evento, finalmente convertido en dos debates seguidos y en dos medios distintos para confrontar frente a las audiencias. Dos debates polémicos a cinco días de las votaciones, con una tasa de indecisos del 40 por ciento según el sondeo del CIS y con prohibición de publicar nuevas encuestas que sirvan para conocer quién remonta las expectativas o pierde confianza entre el electorado. Todo ello aumenta la incertidumbre hasta el final en unas elecciones en las que, de manera más nítida que nunca, se enfrentan dos bloques ideológicos o dos modelos de sociedad distintos: el de la derecha, representada por el Partido Popular, Ciudadanos y Vox, y el de la izquierda, representada a su vez por PSOE y Podemos. Y ambos bloques buscan mayorías suficientes para poder gobernar sin cortapisas ni hipotecas, en un contexto pluripartidista en el que las coaliciones serán inevitables. De ahí la importancia de estos debates, que constituyen la última oportunidad que disponen los candidatos de intentar convencer al electorado a través de la inmensa audiencia televisiva. Todo depende de su capacidad para aprovecharlos y salir bien parados. Pero eso es asunto, tras el desarrollo de los debates, de un próximo artículo.