Sin efectos especiales, sin estridencias: la última película del celebérrimo George Clooney, que se estrena mañana viernes 20, está a la altura de la expectación. Su argumento, franco y humano, nos invitará, con efectividad, a reflexionar sobre nuestras vidas.
Cuando Matt King (George Clooney), un ocupado hombre de negocios inmobiliarios, ve a su mujer postrada en la cama, en un coma irreversible, se da cuenta del error que cometió dedicándole tan poco tiempo a su familia. Intentará entonces volver a responsabilizarse de sus hijas, que deberán aceptar la pérdida de su madre, pero pronto descubrirá que le será necesario, también, reconciliarse con una realidad más compleja de lo que parecía. Todo ello mientras sus primos hablan de vender unas tierras vírgenes que poseen en fideicomiso al ser descendientes de una princesa hawaiana.
Los descendientes, dirigida por Alexander Payne, no es un filme espectacular: simplemente funciona. No hacen falta efectos especiales: Hawaii se antoja como un escenario vivo, perfecto, un plus para esta historia. La entendible reflexión sobre la familia, el dinero y la felicidad se refuerza con grandes dosis de emotividad. Tampoco falta el humor, nada pretencioso y que le da la última mano de barniz a la película. Sin queja del reparto: no por nada Clooney ha ganado un Globo de Oro por su interpretación. Y las hijas, brillantes.
Todas las piezas encajan en este puzzle sencillo pero no simple que es Los descendientes. Dos horas de película podrían parecer excesivas, pero no lo son: permiten otorgarle a ratos cierta dimensión incluso poética, y da tiempo a que el elegantemente desenfadado argumento se muestre ante el espectador. Uno termina de verla satisfecho y reflexivo, sobre tu propia vida y tu relación con los que te rodean. Casi nada.