Slizárd Borbély se quitó la vida en febrero de 2014. Es una lástima no poder preguntarle sobre su primera y única incursión en el género novelístico. Antes de los desposeídos era muy conocido en el país magiar por su labor como ensayista, poeta e historiador. El orden de los factores si altera el producto. Esta mezcla de lirismo y rigor con lo acaecido respira con profundidad en las páginas de una las más agradables sorpresas de la anodina rentrée literaria de este otoño.
Parte del acierto de su autor consiste en la ambientación de la trama. Nos situamos en un pueblo perdido, una nimiedad del mapa que sirve para simbolizar el estado de toda una sociedad entre los últimos años sesenta y los primeros setenta de la pasada centuria. Los pocos elementos del villorrio bastan para describir el estado de la cuestión en una sociedad comunista de boquilla donde parece que el tiempo se haya parado. Sólo la tierra, anegada de agua, ofrece esperanza de algún movimiento. El narrador es un niño de seis años que sufre en sus propias carnes la marginación de su familia. Su padre no se afilió al partido y sufre una especie de destierro laboral agravado por su tozudez y el alcoholismo. La madre amenaza con tirarse al fondo del pozo y él mismo padece las burlas de sus compañeras porque la pobreza del clan le obliga a vestir ropas de chica, pero aun así sobrevive a base de curiosidad mientras el entorno configura, poco a poco, una personalidad determinada e inevitablemente muy observadora en su esfuerzo por comprender el mundo de los adultos, algo muy útil para depararnos respuestas de modo paulatino y descubrir los entresijos del malestar.Estos podrían sintetizarse con la Historia de Mitteleuropa. Para presentarla en el relato Borbély jugó la baza de las generaciones para tender con seca dureza el hilo de los acontecimientos. Los abuelos padecieron las dos grandes guerras, vivieron en primera persona los desplazamientos de población de uno a otro limes y cobraron conciencia del cambio que supuso la irrupción de la Unión Soviética. Los padres son peones de la partida, víctimas de un sistema que no olvida la milenaria presencia de los judíos en la zona, estigmatizados en el pueblo, en sintonía con la situación centroeuropea desde 1945, año bisagra por completar el exterminio del crisol étnico fomentado por el nazismo y ser el instante de la división del Viejo Mundo en dos parcelas ideológicas bien definidas. La parte este del telón de acero es la de los protagonistas de Los desposeídos, seres abocados a una existencia de pesadilla donde sólo les es permitido soñar. La manía del narrador por los números primos puede deberse tanto a la necesidad de liberarse del clima opresivo que impregna su contexto como a la urgencia metafórica de definir lo monolítico e irrompible de esa Hungría partida en mil pedazos unidos, con frágil pero férreo pegamento, por un poder omnímodo.El niño, con toda probabilidad una evocación del autor en su infancia, lucha por crecer mientras aprende palabras, orígenes y desacuerdos. Se impresiona con las procesiones religiosas, asume su rol de paterfamilias por la ausencia forzada de su progenitor, sabe lidiar con los dimes y diretes agrícolas y resiste, como todos, la pena de tanto gris turbador, fatal al impregnar cuerpos y contornos hasta la asfixia. Dice Enrique Vila-Matas que en cualquier caso lo mejor es irse y no se equivoca. Sin embargo, por exigencias estructurales y de tempo narrativo, aquí apreciamos una agonía que no puede resolverse hasta la completa absorción de la realidad por parte del protagonista. Esta se configura desde una doble vertiente. La primera, como si fuera una matrioska rusa, descompone el mundo de mayor a menor. La Historia, Hungría, el pueblo, la casa, el niño. La segunda da un giro de ciento ochenta grados con relación a la anterior y opera desde un efecto contrario. La inexperiencia del narrador la exige inquirir para ubicarse y llenar su botella con las gotas esparcidas por todos los implicados. Es así como, además de formar una visión del pasado como suma de voces, se vislumbra en el crío la antesala de un futuro menos árido y mucho más humanizado, sin esos estereotipos tan típicos del aire del provinciano y con una apertura de miras capaz de escapar del marco establecido para volar, volar para cambiar el color de la bóveda celeste y propiciar otro panorama.Sin ese punto de vista inteligente cargado de inocencia pueril nuestro hundimiento ante tanta miseria sería notable. La frescura del chiquillo tiñe de humor algunos pasajes repletos de pobreza moral y económica al tiempo que da en el clavo en otra de las sutiles apuestas del conjunto: la creación de un nuevo lenguaje en pos de romper el muro con otras palabras para propiciar vías de escape, las mismas que el tablero actual veta a los recién llegados, las mismas que siempre eternizan el bucle y dan razón a Karl Marx en la repetición de repeticiones, tragedia, farsa, podredumbre humana.