Parte de la recepción
Cuando me bajé en el terminal de autobuses de Buzios -que consiste en una parada cualquiera en una esquina- crucé la calle sin saber cómo encontrar el camino hasta el Porto Bay, el hotel en el que me hospedaría por una noche y al que tenía muchas ganas de conocer. Ya había cruzado varios correos con Inés quien ya sabía que llegaría ese día, lista para soltar la maleta y salir a caminar la ciudad.
En el mapa, el Porto Bay se ve cerquita del centro y ciertamente lo está, después de subir por una calle más o menos empinada que a mí me quitaba el aliento porque no me gustan las subidas, menos cuando el tiempo apremia. Pero eso no importa. Lo cierto es que las puertas del Porto Bay se abren con mucha amabilidad en esa calle tranquila y es como entrar a un pedacito de oasis.
La recepción amplia, la sonrisa amable de Alejandro, de Inés o de quien esté allí sentado esperando al viajero. El paisaje de Buzios coquetea desde su terraza en la que provoca quedarse allí por siempre. A los dos minutos de estar ahí, ya da la sensación de estar en la sala de mi propia casa. No hay ruidos y sí mucha calma.
Mi habitación, la número 6
Dejo el equipaje en la habitación, una muy cómoda, con un balcón que me enamora y salgo a recorrer las instalaciones. Todo está muy quieto, aunque hay mucha gente allí. Una sauna escondido entre los árboles, un gimnasio pequeño, pero perfecto; y la piscina desbordada de azul frente al restaurante donde tomamos el desayuno.
Cuenta Inés que llegan muchos turistas europeos a alojarse aquí, pero sobre todo alemanes, quienes extienden sus temporadas a más de 20 días. Entonces lamento quedarme solo una noche, porque algo atrapa en ese ambiente. Lo bueno de estar en Brasil es que voy dejando en el camino muchas excusas para poder volver.