Revista Viajes

Los días en Hato Cristero

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Los días en Hato Cristero

Las toallas de la habitación tenían forma de rana y me sonreía desde la cama. Los pétalos de las flores estaban esparcidos por ahí, como un sutil descuido. La luz tenue, el techo alto, las paredes de colores y la tranquilidad saltando desde todos los rincones posibles.

Era la única huésped en todo el hato. “Tú relájate, mira el paisaje, camina, ve a la piscina si quieres. Aquí no tiene el stress de Caracas y no te asustes si escuchas algo en el techo, que esos son los pavos reales que a veces caminan por ahí”, me dice Juana y la sonrisa de Juana. Con ella hago click de inmediato, nos entendemos, nos contamos la vida, me presenta a sus hijos a medida que van llegando, me sirve café en el momento oportuno, me sorprende con rebanadas de piña y jugos de mango; me lleva una copa de vino al chinchorro; me avisa cuando Wilmer -su esposo- está listo para llevarme de paseo en caballo, para el ordeño, para el amanse de los potros. Juana trabaja en el Hato desde hace varios años. Se convierte en mi sombra y se lo agradezco: siempre tiene una respuesta para todo.

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Mi habitación durante 4 días

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Con Juana y su sonrisa amable

Hato Cristero es propiedad de la familia Concha. Es de esas historias que comienzan con los tatarabuelos, cuando no había electricidad, pero sí muchas ganas de salir adelante. Son ejemplo de como un pedacito de tierra se puede poner a crecer, siempre en compromiso con la naturaleza. Y eso no es algo que necesitan explicar, eso se siente. Aquí el asunto es sencillo: la familia te abre las puertas de su casa, de su vida, te invitan a tomar un café, probar una catalina y sonreír.

El Hato tiene una capacidad actual para 60 personas, en cabañas que han sido construidas con paciencia y mucho esmero. Un caney que funciona como sala de reuniones, una piscina tan fresca que es como una Bendición, espacios abiertos y verde por todos lados. Lo más importante de Hato Cristero, es que te hacen sentir como en casa. Además, forman parte del Circuito de la Excelencia

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Adoro este rincón de la cocina

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Recorriendo la llanura

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Otra de las habitaciones, una de las más grandes

Así aparece Don Humberto Concha, un llanero al que provoca abrazar siempre, lleno de experiencia. De los que me cuenta, por ejemplo, que los caballos se doman en luna menguante, porque hace que el lomo se endurezca y no sean sudorosos; pero que se castran en luna creciente, para que no se inflamen. Él, que conserva la manía de levantarse todos los días a las cuatro de la madrugada, me contaba sus recuerdos antes del desayuno, me enseñó a hacer queso de mano con la facilidad propia de quien sabe lo que hace; me presentó a Beto, el chivo que se cree perro; a Gusi, el zamuro manso que me desamarraba los zapatos; a Rómulo el caimán de tres metros y medio que nos hace creer que está dormido; a Ricardo, la lapa curiosa; a las guacamayas, los babos, las tortugas; y me contó la historia detrás del nombre de cada una de sus vacas: Mensajera, Rebusque, Milagrito, Mapanare, Rabo Blanco, Mañanita, Coro Cora, Corbata, Pato Real, Levadura y muchísimas más.

Una de las tardes caminé hasta la vaquera para ver el proceso del ordeño. Pensé que haría muchas preguntas, pero preferí callar. Todo comienza a ocurrir de una manera muy natural, casi misteriosa. Ellos, los llaneros, van cantando el nombre de las vacas. Ellas saben su nombre y atienden el llamado; se mueven, buscan el espacio y se dejan ordeñar. Así, van cantando los nombres, uno tras otro, en una faena que se da sin apuro, pero siempre puntual.

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La guacamaya, curiosísima

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Paseando a caballo, tempranito en la mañana

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En plena faena

Hato Cristero es conocido, entre otras cosas, por sus catalinas -son como unas galletas dulces, suaves, con un sabor bien particular. Tuve la suerte de ver a la señora Neyda fajada en la catalinera, amasando, dándoles forma. Ahí hace mucho calor, pero los buenos olores se mezclan. Me cuenta que la receta secretísima viene de su mamá que comenzó a hacerla cuando tenía nueve años y pudo salir adelante, gracias a lo que vendía. Por eso se conocen como “las catalinas de Doña Guille” y desde todos lados llegan al Cristero a pedirlas. La familia ayuda en este proceso: amasan, hornean, empaquetan y se venden sin esfuerzo. Hasta Wilmer, el llanero recio, el que amansa los potros, ayuda en la faena y se ríe: “ya vas a mostrar la foto del llanero amasando”, me dice.

Los Concha han consolidado, con el pasar de los años, zonas de protección para chigüires, babos (cocodrilos pequeños), y muchas especies más. Aquí nada surge de manera improvisada si no con mucha conciencia ecológica y cuando lo sientes tan de cerca, es imposible no sensibilizarse ante todo lo que nos rodea. Así que no tan sólo se va hasta esta parte de los llanos venezolanos a disfrutar de buena comida, de la música típica del lugar; sino también a entender las vueltas sabias que da la naturaleza y el compromiso que tenemos de conservarla. El trabajo eco-turístico que vienen realizando desde hace ya 20 años es conocido internacionalmente, la naturaleza en todo su esplendor es su modo de vida y por eso en Hato Cristero saben respetarla, adorarla y enseñarla a todos los viajeros curiosos que llegan a estos lados del país

Uno de los entornos que más impresiona es el garcero. Ellos crearon una laguna, para que las garzas y otras aves se acercaran a anidar y ver ese movimiento es impresionante. Patos canadienses, patos cucharas -curiosísimos-, garzas paletas y las corocoras con ese color tan hermoso, llegan hasta allí para anidar.  Aprendo sus nombres de memoria desde el primer día y luego los voy identificando, mientras volteo de un lado a otro para ver los chigüires cruzando la laguna, a los venados que mantienen distancia, pero que se ven cómodos dentro de este ambiente hermoso que es para ellos. Estar allí es una fiesta de sonidos, de colores, de vida. La primera tarde en Hato Cristero llegué hasta aquí en carro, al día siguiente a caballo y el tercer día, hice un recorrido en bote. De las tres maneras se vive distinto. El aleteo de las aves estremece cuando se van cruzando en el cielo, el sol ilumina la laguna dando reflejos perfectos; las nubes parecen ponerse de acuerdo y lucen su mejor pose. Las garzas vuelan de un lado a otro, se hablan, se gritan, viven. Una pareja de franceses que habían llegado ese mismo día para quedarse en el Hato, hacen este paseo conmigo y sonríen y yo les adivino en la sonrisa que eso no lo habían visto antes en ningún lugar.

Los días en Hato Cristero

Los días en Hato Cristero

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Un babo entrando a la laguna

Me despedí de todos en Hato Cristero, justo después de tomarme el café del mediodía, un domingo. Me traje en la maleta varias catalinas, queso y la nostalgia de quien se despide de unos familiares muy queridos. Ya quiero volver.

Próximo post. Un vistazo a Barinas.


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