Revista Cultura y Ocio
No sé qué Javier Marías me gusta más: si el discursivo o el narrativo, si el que reflexiona sobre los asuntos del alma y agota los caminos en los que inagotablemente se bifurcan o el que se inclina por conducir el relato hacia su desenlace, sin curiosear en los meandros de la historia o sin ocuparse de consideraciones morales que, en algunos momentos, quizá induzcan a un desvío de la trama. De esos desvíos, en Los enamoramientos, hay los suficientes como para alojar a la novela en un género híbrido, del que Marías es un maestro absoluto, y que consiste en la sublimación de una especie de combo literario en el que ambas circunstancias se abrazan saludablemente, creando la ilusión de que no estamos leyendo una novela sino escuchando los pensamientos de quien la protagoniza. Y son pensamientos masticados, que avanzan con el rigor de quien no tiene prisa alguna en manifestarlos o de quien no contempla la posibilidad de que el relato de esos pensamientos finaliza y entonces no sepa qué hacer. A Javier Marías se le sospecha esa voluntad panteísta, de no abandonar a sus criaturas, de ofrecerles un territorio inagotable en el que puedan convivir y en el que fluya la literatura.
Los enamoramientos es pura literatura, pura diversión, aunque a veces es todo eso pero en un grado superlativo y quizá inconveniente. Amo yo esas inconveniencias, ese apabullante sentido de la construcción gramatical, toda esa riqueza de lo discernible, de lo que circula en un sentido, pero bien podría (a capricho de las musas estilísticas) avanzar por otro, sin perder el norte, logrando que al final todo se explicite maravillosamednte. Marías obra el milagro de la palabra como casi ningún otro escritor reciente que yo conozca. No conozco de hecho otro que escriba al modo en que él lo hace. Puede ser que nadie escriba como algún otro, escribiendo en la creencia de que lo escrito va a ser comparado, entrar en la buena o mala fortuna de que hablemos sobre lo leído o que nos atrevamos (tal es el caso ahora) a escribirlo, a que perdure una nota, registrada a la consideración ajena. Supongo que estos son los asuntos que fascinan al propio autor. Lo que le conmueve y hace que escriba será esa rotundidad resultante del propio acto de la escritura: la certeza de que al escribir estamos creando un mundo que discurre al tiempo que éste o que existe paralelamente a éste en el que muy rutinariamente vivimos. Y Los enamoramientos, en su discurrir moroso, ofrece con mucha delicadeza no solo una idea del amor, de la pasión amorosa, sino también de la muerte, por supuesto, y de cómo ese eros y ese thanatos se anudan y conforman los días, que son siempre una experiencia única. Hay incluso personajes que piensan así en la obra (Díaz-Varela) y obran como si todo fuese anecdótico y cualquier cosa que hagamos (las buenas y las malas) no difirieran en demasía porque, al correr del tiempo, todas van a incorporarse al torrente narrativo de la memoria, la de uno y la ajena, y va a entenderse y hasta aceptarse. Todas las páginas de la novela son una extensión fiable de este pensamiento discutible, del que Marías extrae también todas las ramificaciones teoricas, todas las posibilidades morales.
Todas las enumeraciones, densas y profundas, que Marías ofrece no dejan de insistir en algunas ideas muy sencillas, de fácil acometida, pero que se enredan (maravillosamente) y hasta en algún momento de la trama logran el aturdimiento, una especie de k.o. por abundancia gramatical, por pegada estilística. Una de ellas es la investigación sentimental que se hace sobre la muerte que construye toda la novela. Otra es la verosimilitud de que no es definitivamente una novela sino una confesión o un monólogo enorme que recibimos de modo primoroso, íntegro, como si lográramos (he ahí el placer de la literatura) adentrarnos en la cabeza del autor y ver junto a él el paisaje que nos describe, las emociones que despliega y (finalmente) el desenlace inevitable. En eso, en ir a tientas, en apariencia a tientas, como si no supiera nada, como si fuese fantasmal y especular la escritura, Marías es un maestro. Consigue que avancemos con cierta intriga narrativa, que no es abrumadora al modo en que las novelas de género avanzan, pero sí firme, sólida como pocas, elaborada con un dominio asombroso de los diálogos, de la incorporación de muy pocos personajes (María Dolz, Luisa Desvern, el propio y finado Miguel y el arribista Díaz-Valera, aparte del excéntrico y fabuloso Francisco Rico, tomado del auténtico Rico, como si fuese Borges el que hubiese colado lo real en lo figurado). La verdad a la que jamás damos caza es la que mueve a todos ellos, la que los enreda y desenreda. La muerte, que es la materia de fondo, tampoco está fácilmente al alcance: no es la muerte cartesiana, la de las novelas de Patricia Highsmith, con la que en ciertas partes he visto yo afinidad electiva, digamos, de modelos y de comportamientos, sino una muerte disgresiva, que está en la oscuridad y no puede salir de ella, que razona todo y a todo lo envuelve en su envoltorio riguroso, pero ah qué plenitud tiene ese envoltorio, qué de giros tiene la forma en que Marías nos la vende. Y luego está Balzac y está Shakespeare y hasta Dumas: todos encabalgando una trama por debajo de la trama, subtramas (insisto) que valen tanto o más que la evidente, la que sirve para resumirlo todo mucho y decir de qué trata esta novela.