
Lo que hace que no duermas bien por la noche o que no concilies ni siquiera el sueño es que pienses en el mal, en la posibilidad de que te lo causen o de que tú, sin desearlo, o a sabiendas incluso, lo ejerzas, pero el mal se esmera cuando es invisible y no sabes por dónde te cerca, hacia dónde te conducirá, qué parte de ti será la primera que lo padezca. Por eso el ébola, esa venganza africana, trastoca el estado del bienestar, la derecha del padre y la paz de los honestos. Los otros, los malvados, tienen un rival impecable. Supongo que habrá alguna vez en que todas estas cosas no pasen y no existan riesgos, de modo que mueras de puro viejo, cuando el cuerpo ya se apague, por aburrimiento, por propia voluntad de quien lo trae y lo lleva. Ciencia ficción pura, argumentos distópicos.
No se duerme uno pensando en el ébola, en el contagio, en la muerte dolorosa del virus cabrón, pero no hay noche en la que no esté a mano la injusticia, el paro, el terrorismo, toda esa cruenta batalla del hombre contra el hombre. No hay mascarillas fiables que frenen esa invasión antigua. La guerra es el hombre mismo, la sangre vertida la ha provocado el hombre mismo, el dolor más grande lo ha causado el hombre mismo. Luego vendrán los enemigos pequeños, los virus infinitesimales, la muerte invisible en su mayor esplendor, pero es la muerte a bocajarro, la de las bombas, la del miedo a las bombas, la de la injusticia, la del miedo a la injusticia, la que corrompe los mapas y hace agujeros en la tierra y en el alma. Y hay que frenar al ébola, claro. Eso no tiene nada que ver con todo esto que se me está ocurriendo.
