Olga Tokarczuk nos cuenta en Los errantes que los aeropuertos "han pasado a ser algo más que aeropuertos, han alcanzado una nueva categoría, la de ciudades-Estado con ubicación fija, pero ciudadanía cambiante. Repúblicas aeroportuarias, miembros de la Unión de Aeropuertos del Mundo, todavía sin representación en la ONU, aunque no tardarán en tenerla".
Cuando termino de leer este libro me quedo pensando en las estaciones de metro y no puedo evitar sentirlas, al igual que Olga Tokarczuk los aeropuertos, como una nueva categoría. Tal vez, más que nueva, la más vieja entre ellas. Sin embargo, estas no tendrán nunca representación en la ONU porque nunca serán reconocidas. Están ahí, bajo tierra, ocultas a los ojos que no quieren ver, como una especie de inframundo cuyos habitantes se camuflan entre nosotros.
Ánnushka, uno de los personajes de Los errantes, me cuenta de esos habitantes que "a su manera son personas estables, porque tienen otra manera de moverse, más despacio. Los demás son un río, una corriente, agua que fluye de un lado para otro, formando olas y remolinos, formas fugaces que desaparecen, y que el río enseguida olvida. Estos [...], en cambio, se mueven a contracorriente, de ahí que se distingan tan claramente. Y por eso mismo no están sujetos a la ley del río".
Se me ha antojado imaginar que, doblando un mapamundi al unir sus esquinas opuestas, la red de transporte subterráneo de Moscú se superpone a la de Buenos Aires y ambas se funden en ese punto coincidente constituyendo así la ciudad-Estado de los Errantes. Se me ha ocurrido (y no he hecho la prueba porque no quiero hacer desvanecer mi tonta ilusión) porque el relato que protagoniza Ánnushka, que trascurre en gran medida en el metro de Moscú, me ha llevado sin darme cuenta al subte de Buenos Aires del cuento Texto en una libreta de Julio Cortázar. El argentino es diestro en entreabrir puertas y acude presto a auxiliarme con la llave en la mano frente a esas otras puertas que me presenta la autora polaca y que no siempre atino a abrir.
Volviendo a Ánnushka, no deja de resultarme curioso cómo percibe más lentos a aquellos que se mueven y en cambio siente fluir constantemente a los que vivimos anclados. Supongo que, como todo en la vida, tan solo es cuestión de perspectiva.
"Contonéate, muévete, no dejes de moverte. Solo así lo despistarás. Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, solo escaparás de él mientras te estés moviendo. Ejerce su poder sobre lo inmóvil y petrificado, sobre lo inerte y quieto.
Así que muévete, contonéate, balancéate, camina, corre, huye, en cuanto te despistes y pares te atraparán sus enormes manos, te convertirán en un monigote, te envolverá en su fétido aliento que apesta a humo y a gas de tubo de escape y a gran vertedero como esos que hay a las afueras de la ciudad. Achatará y empequeñecerá tu alma que perderá todo su colorido, apenas quedará en un recorte de papel de periódico, y te amenazará con fuego, guerra y enfermedad, te atemorizará hasta hacerte perder toda paz y no puedas ya dormir. Te marcará e inscribirá tu nombre en sus registros, certificará tu caída. Llenará tu cabeza de pensamientos inútiles, qué comprar, qué vender, dónde es más barato y dónde más caro. A partir de ese momento, te preocuparás por bagatelas como el precio de la gasolina y cómo este afectará a los pagos del crédito. Convivirás a diario con el dolor, como si tu vida fuera un castigo, pero nunca llegarás a conocer el crimen, ni quién lo ha cometido ni cuándo".
Ánnushka protagoniza uno de los relatos de Los errantes y sin embargo este dista mucho de ser un libro de relatos. No sé muy bien cómo definir esta lectura, así que lo voy a dejar en que es un personalísimo diario de viaje de su autora. Un diario en el que apenas hay escenografía porque "describir es como usar: desgasta. Los colores se difuminan, los bordes se desdibujan y, finalmente, lo descrito empieza a diluirse, a desvanecerse. Sobre todo los lugares. [...] La verdad es terrible: describir significa destruir".
Olga Tokarczuk nos cuenta que ya de niña, al contemplar las barcazas sobre el río Odra, ya "soñaba con trabajar en una barca de esas cuando fuera mayor o, mejor todavía, con convertirme en una de ellas". La escritora es una errante, no viajera ni turista. Estar in itinere es su modo de vida.
Nos cuenta también que padece del Síndrome de Desintoxicación Perseverante. "Mi sintomatología se resume en que me atrae todo lo defectuoso, imperfecto, roto. Me interesan las formas amorfas, los errores en la obra de la Creación, los callejones sin salida. Aquello que por una u otra razón se ha quedado a medio camino en su desarrollo, o que, por el contrario, ha excedido los límites de lo previsto. Todo lo que se aparta de la norma, lo que es demasiado pequeño o demasiado grande, exuberante o incompleto, monstruoso y repulsivo. Formas que descuidan la simetría, que se multiplican, crecen a lo ancho, se reproducen por gemación o, por el contrario, las que reducen lo múltiple a la unidad. No me interesan los acontecimientos repetibles, esos que tan atentamente siguen la estadística y que todo el mundo celebra con una sonrisa feliz y familiar en los labios. Siento debilidad por la teratología y los monstruos. Tengo la constante y torturadora convicción de que es precisamente ahí donde el verdadero ser sale a la superficie y revela su naturaleza".
Esta búsqueda constante de la imperfección, de lo extraño, de ese inframundo más real que el mundo en exposición, motiva muchos de sus desplazamientos y también muchas de las infrahistorias que contiene este libro. La polaca siente querencia por el cuerpo humano, sus diversos órganos, su funcionamiento y su conservación. Es como la microscopia a favor de la macroscopia.
Admito que no termino de conjugar del todo ese híbrido entre anatomía y traslación que arma la autora. Admito también que el cuerpo puede ser el mapa que mejor narre el viaje que es nuestra vida.
"Pero el océano rojo instalado en la cabeza del profesor, alimentado por ríos sanguíneos, no paraba de crecer y poco a poco inundaba más y más territorio, primero las llanuras europeas donde nació y creció. Desaparecieron bajo las aguas ciudades, puentes y presas que con tanto esfuerzo habían construido generaciones enteras de sus antepasados. El océano se acercaba al umbral de su casa con tejado de caña e irrumpía sin contemplaciones en el interior. Cubría con roja alfombra los suelos de piedra, los tablones de la cocina fregados cada sábado y, tras apagar el fuego en la chimenea, iba en busca de mesas y alacenas. Después se desparramó sobre las estaciones y los aeropuertos desde donde el profesor había partido al ancho mundo. Inundó las ciudades a las que había viajado y, en ellas, las calles donde se había alojado en habitaciones alquiladas; los hoteles baratos donde había vivido, los restaurantes en los que había almorzado. La centelleante superficie roja del mar alcanzaba ya los primeros estantes de sus amadas bibliotecas, se hinchaban las páginas de los libros, también aquellos en cuya cubierta figuraba su nombre. La lengua carmesí lamía las letras, diluyendo su negra tinta. El rojo empapaba los suelos y las escaleras que había pisado al ir a buscar los certificados escolares de sus hijos, así como la alfombra que había recorrido el día de la toma de posesión de su cátedra. Manchas rojas invadían ya las sábanas sobre las que Karen y él se habían dejado caer por primera vez para desatar los cordeles de sus cuerpos maduros y torpes. El líquido viscoso pegaba para siempre los compartimentos de su billetero, donde guardaba tarjetas de crédito, billetes de avión y fotos de sus nietos. La corriente engullía estaciones de ferrocarril, raíles, aeropuertos y pistas de despegue: de allí ya no despegaría ningún avión ni saldría tren alguno.
El nivel del mar subía implacablemente, llevándose por delante palabras, conceptos, recuerdos; bajo las aguas se apagaba la luz de las calles, estallaban las bombillas de las lámparas; se multiplicaban los cortocircuitos en los cables, toda la red de conexiones se convirtió en una telaraña muerta, inútil, lisiada, un juego de teléfono roto. Se fueron apagando las pantallas. Finalmente, ese océano lento e infinito llegó hasta el hospital e inundó de sangre toda Atenas, sus templos, sus caminos sagrados y bosques, el ágora, vacía a esta hora, la blanca estatua de la diosa y su olivo".
Esta es una frase que Olga Tokarczuk repite varias veces a lo largo de "Mi peregrinación es siempre en pos de otro peregrino". Los errantes. Los peregrinos se observan entre sí. Sacan sus cuadernos de sus bolsas y mochilas y se escriben unos a otros. Disimulan. Como nos cuenta la autora polaca, son diestros en no dejarse pillar unos a otros observándose. Pero siguen apuntando en sus cuadernos porque saben que "es la forma más segura de comunicación [...] y nos inmortalizaremos mutuamente en hojas de papel, nos plastinaremos, nos sumergiremos en el formaldehído de frases". Un registro en palabras entendido como un registro fósil, como un cuerpo disecado o momificado, como un órgano o una aberración conservada en formol.
Tokarczuc confiesa fijarse y seguir a personas. Confiesa también que "en mi escritura la vida devenía en historias incompletas, cuentos oníricos, tramas vagas; se aparecía a lo lejos en extrañas perspectivas desenfocadas o en secciones transversales, lo que hacía difícil llegar a una conclusión generalizadora".
Yo confieso que me es difícil alcanzar una conclusión generalizadora sobre este libro. Los errantes mezcla reflexiones cortas, anécdotas, curiosidades histórico-médicas a saber hasta qué punto ficcionadas, extensos relatos a saber hasta qué punto si con un origen real; algunos por capítulos, uno incluso retomado más adelante cuando ya pensaba que me había quedado sin final pero cuya inesperada continuación me produce aún más confusión. Me ha parecido un digno ganador del Premio Booker Internacional y su autora una digna ganadora del Premio Nobel de Literatura, pero me cuesta valorar esta obra en su conjunto.
Soy errante cuando leo, habitante de la red subterránea bajo el mundo visible. Me he movido por este libro como pez en el agua, sin preocuparme de pasar las noches en sus estaciones solitarias, sin importarme a qué tren subía o hacia dónde me llevaba, ignorando incluso si acaso podría regresar. Pero una vez que cierro el libro y emerjo a la superficie vuelvo a mi estatus de añorada seguridad que tan solo es muestra de mi patética inseguridad, y esa personita pequeña que soy y que necesita sentir bajo sus pies unas coordenadas exactas se siente impotente a la hora de darle un sentido a sus incursiones por el inframundo. Qué infructuoso empeño el mío. Como si la vida tuviera un sentido. Como si no supiera de sobra que "nadie permanece anclado en un solo día ni en un solo lugar".
Así que leo. Porque cuando leo soy legión. Soy parte de esa comunidad secreta de lectores camuflados entre durmientes de ojos abiertos. "Somos los que salen al encuentro" sin miedo a lo que haya de venir. Pero cuando leo soy también un ser solitario. Frágil en apariencia pero audaz en mi ligereza y en mi falta de equipaje. Presta a asentarme en cualquier lugar, a abandonarlo caprichosamente y saltar a otro. Dispuesta también a bucear a pulmón en ese insondable océano que es el país cuya frontera es mi propia piel.
"Los especialistas sostienen que las bolsas de plástico constituyen un nuevo capítulo de la existencia, que trastocan los sempiternos hábitos de la naturaleza, pues se componen únicamente de superficie, por dentro están vacías, y que esa renuncia histórica a contener les reporta pingües beneficios evolutivos. Son rápidas y livianas; sus prensiles orejas les permiten agarrarse a objetos u órganos de otros seres ampliando así su espacio vital. Empezaron por los suburbios de las grandes ciudades y los vertederos de basura y han tardado un par de estaciones ventosas en llegar a provincias y descampados remotos. Se han apoderado de vastas extensiones de la Tierra: desde grandes cruces de autopistas hasta tortuosas playas, desde el espacio de delante de un centro comercial que acaba de cerrar hasta las óseas laderas del Himalaya. A primera vista parecen frágiles, débiles, pero no es más que una ilusión: son longev as, casi indestructibles; sus etéreos cuerpos tardarán unos trescientos años en descomponerse".
Kairós (καιριος) es un concepto griego relativo al tiempo. Representa esos momentos en los que algo importante o significativo sucede. Uno de los personajes de este libro se obsesiona con este concepto ("Y obsesionarse signif ica presentir la existen cia de un lenguaje individual, irrepetible, que, usado sin miedo, nos permitirá desvelar la verdad. Hay que seguir esa premonición hasta territorios que a otr os se les puedan antojar absurdos y alunados" ). Busca definiciones en diferentes diccionarios. Tal vez no sea la más propicia, pero me ha gustado especialmente esta: "sitio vulnerable del cuerpo, allí donde las heridas son eficaces, lo que siempre se produce a tiempo, será lo que tenga que ser".
Este cuaderno de viaje de Olga Tokarczuk es un maremágnum de Kairós (desconozco si el término admite el plural). Son momentos de peregrina en los que, por sí misma o en pos de otros peregrinos (lo cual no deja de ser por uno mismo), se ha parado el tiempo rutinario y una especie de corriente se ha colado por una puerta entreabierta. Como es normal en un libro tan diverso, hay resquicios que nos dirán más que otros.
Me despido con el epigrama escrito por Posidipo inspirado por el relieve dedicado al dios Kairós del escultor Lisipo tal y como lo recoge Olga Tokarczuk en este libro:
¿Quién es el escultor y de dónde?
Sicionio.
¿Y su nombre, cuál es?
Lisipo.
¿Y tú quién eres?
Kairós que todo lo vence.
¿Por qué andas de puntillas?
Siempre voy corriendo.
¿Y por qué tienes un par de alas en los pies?
Vuelo como el viento.
¿Por qué llevas una navaja en la mano derecha?
Como muestra para los hombres de que soy más rápido que cualquier instante.
¿Y por qué el cabello sobre los ojos?
Para que me coja de él quien salga a mi encuentro.
Por Zeus, ¿por qué lo de atrás está calvo?
Para que nadie junto a quien haya yo pasado una vez con mis alados pies me agarre por detrás aunque lo desee.
¿Por qué te ha esculpido el artista?
Por vos, extranjero, y me colocó en el atrio como enseñanza.
"Muévete, no pares de moverte. Bienaventurado es quien camina". Porque de él es el reino del inframundo. Porque solo él alcanzará a Kairós.
Ficha del libro:
Título: Los errantes
Autora: Olga Tokarczuk
Traductora: Agata Orzeszek Sujak
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2019
Nº de páginas: 400
ISBN: 978-84-339-8053-3
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