El cambio de monarca, cuyas vicisitudes estamos viviendo estos días, combinado con la pertinaz crisis económica, hace que este país este experimentando un momento muy singular, en el que sus habitantes empiezan a cuestionarselo todo, incluso la forma de Estado. Bien es cierto que han hecho falta millones de parados, sazonados con cientos de escándalos de corrupción para que la población empiece a reaccionar. En cualquier caso, a mí me da la impresión de que la mayoría de la gente sufre de una gran desorientación, no sabe ubicar bien cual es el espacio político que mejor pueda proteger sus intereses o, lo que es peor, toma la política como una contienda deportiva, en la que se defiende a muerte al equipo de sus colores, aunque sus representantes hayan robado a manos llenas el fruto de su trabajo en forma de impuestos. Ante esta situación, resulta fascinante asomarse al pasado de este pueblo, a las actitudes casi imperecederas que han conformado nuestra forma de vida, que en gran parte se diferencia de la de otros pueblos europeos, porque hemos disfrutado y, sobre todo, padecido una historia muy singular.
Bartolomé Bennassar es uno de esos sabios hispanistas a los que debemos una profundización objetiva en nuestra historia colectiva. Porque los mejores testimonios acerca de la vida cotidiana en nuestro país no surgieron de sus propios habitantes - salvo alguna excepción - sino de viajeros extranjeros como George Borrow, Théophile Gautier o Joseph Townsend, que admiraron nuestras costumbres con ojos atentos y fascinado. Las mejores interpretaciones de ese pasado vienen de historiadores como Joseph Pérez, John H. Elliott, Henry Kamen o Paul Preston. Quizá nosotros hemos estado tan aislados, tan seguros de nuestra superioridad moral sobre otros pueblos que no hemos sentido la necesidad de analizarnos, requisito previo imprescindible para emprender cualquier mejora y en las raras ocasiones en las que estos propósitos han empezado a materializarse, la fatalidad histórica ha acudido presta a destruir cualquier atisbo de progreso.
Quizá para comprender nuestra singularidad tengamos que remontarnos a la época de la Reconquista. La mayor parte de la Península había estado dominada por el mundo musulmán, una cultura mucho más avanzada que la cristiana del Norte. Las tierras andaluzas eran explotadas con las mejores técnicas de riego y se plantaban en ellas, para su mayor aprovechamiento, especies de plantas procedentes de oriente que hasta el momento eran aquí desconocidas. Por contra, los conquistadores cristianos apenas sabían acerca de métodos de cultivo, no conocían libro de ciencia alguno y se movían por una fe con unos preceptos muy básicos, por lo que en muchas ocasiones se servían de los judíos - pronto marginados - para los asuntos económicos y de administración. Con los nuevos amos, llegaron sus instituciones: los mayorazgos, grandes extensiones de tierra que eran propiedad de una misma familia de generación en generación, los privilegios eclesiásticos (que también incluían enormes latifundios) y los derechos otorgados a la Mesta, que dejaban sin cultivar grandes extensiones de terreno (las cañadas) para el paso del ganado. Resulta escalofriante que aún hoy estos problemas sigan vigentes, que en Andalucía y Extremadura la tierra siga en pocas y nobles manos y que a la Iglesia católica se le haya concedido la prerrogativa de inmatricular a su nombre cualquier propiedad sin dueño conocido.
El ensayo de Bennassar comienza con una serie de breves semblanzas de personajes históricos españoles, en cuya biografía podemos descubrir una misma pauta: personas de humilde cuna que aprovecharon sus oportunidades para un rapídisimo ascenso social. Hombres que, lejos de actuar a base de un razonamiento frío en pos de sus objetivos, se movían por la pasión y por la codicia, por la necesidad extrema de mejorar su posición, aun a riesgo de su vida en muchas ocasiones. Estrellas ascendentes que al final podían caer en desgracia, pero que nos hablan del espíritu que pervive en este país de enriquecimiento rápido, de ascenso social a costa de lo que sea. La Reconquista y, posteriormente, el descubrimiento de América, otorgaron infinitas oportunidades a quien quisiera arriesgarse. Personajes como Diego de Almagro o Francisco Pizarro, que servían de fascinante ejemplo a hombres resueltos a labrarse una rápida fortuna o morir en el intento. Esto desarrolló una mentalidad que rechazaba el trabajo físico como algo propio de gentes viles y prestigiaba la hidalgía, el vivir de las rentas de los antepasados. Durante el siglo XVI esto funcionó bastante bien, ya que las nuevas tierras al otro lado del Océano proveían todo el oro necesario para que una parte de la población viviera instalada en un lujo insólito. Aun en siglos posteriores, con la llegada de la decadencia del Imperio, estas costumbres variaron poco y no eran raros los caballeros que, inundados de deudas, seguían comiendo todos los días en vajilla de plata. Lo importante - y eso ha llegado hasta nuestros días - era el ejercicio de la ostentación, enseñar a todos las propias riquezas. Los trabajos más penosos eran dejados para servidores, en muchos casos extranjeros, ya que la honra de los nativos, aunque fueran gentes pobres, les hacía huir del trabajo. Además, el comercio era considerado para muchos algo ruin, propio de judíos. Mientras buena parte de Europa se adaptaba a los usos del protestantismo y desarrollaban la economía capitalista, nuestro país persistía en sus ideas medievales y quemaba a los disidentes.
España fue durante muchos siglos un país de costumbres prácticamente inamovibles. La omnipresencia de la Iglesia y su brazo represor, la Inquisición, impedían cualquier disidencia en cuanto a pensamiento religioso. Era el pais en el que los Autos de Fe eran espectáculos muy apreciados por el pueblo, en el que las delaciones de cualquier comportamiento considerado contrario a la religión católica (y las autoinculpaciones, por parte de gente afectada por el remordimiento que les provocaba pecar) eran moneda corriente. Los viajeros que recorrían nuestro país se impresionaban ante espectáculos como las congregaciones de flagelantes, cuyos penitentes malagueños de San Felipe Neri, como observó Townsend, se disciplinaban con "ardor y estoicismo". A pesar de la justificación católica de las costumbres, persistía mucho de paganismo en las mismas. Los carnavales son un buen ejemplo, pero no el único. La devoción desmesurada a la Virgen y a las imágenes hacían y hacen de las romerías y la Semana Santa espectáculos sentimentales inenarrables, donde se mezcla la devoción con todo tipo de supersticiones. Aunque ya no goza de la importancia de antaño, el Corpus Christi, la fiesta del triunfo del cristianismo, era también una excusa perfecta para para exhibir las lujosas custodias que encargaban las catedrales, como las de Toledo o Gerona.
La afición de los españoles por la fiesta no es ningún tópico. Todos los viajeros extranjeros la atestiguan. Hubo épocas en las que prácticamente un tercio de las fechas del calendario eran festivas y, además, los días de trabajo la gente no solía hacerlo más de seis horas:
"Así, el ideal español era, en definitiva, el no trabajar, la vida contemplativa, "la holgura y el paseo a que todos aspiran por ser estimados", lo que era factible si se contaba con títulos de la renta o se poseían tierras. El trabajo puede significar la pérdida de la libertad, y el español fue esencialmente, a lo largo de la historia y a despecho de las superestructuras políticas, un hombre libre. Théophile Gautier lo comprendió así. Por ello ese ideal le parecía "muy natural y muy razonable... ya que Dios, deseando castigar al hombre por su desobediencia, no supo encontrar mayor suplicio que condenarlo a ganarse el pan con el sudor de su frente." Y Gautier añadía, siempre a propósito de los españoles: "Placeres conseguidos, como los nuestros, a fuerza de trabajo, de fatiga, de tensión de espíritu y de perseverancia, les parecían demasiado caros"."
En cualquier caso, tampoco es posible atribuirlo todo a la pereza de los españoles. Los ricos cumplían con sus preceptos religiosos promoviendo ampliamente las obras caritativas. El latifundismo y las tierras yermas, dedicadas al paso del ganado, no fomentaban más que el subempleo y una de nuestras características más exóticas: el bandolerismo. Otro gran tópico, nuestra gusto por las corridas de toros, también se encuentra ampliamente documentada, además de su apoyo por la realeza. Los días de corrida se paralizaba toda actividad y cualquier ocasión (una victoria militar, la visita de un dignatario extranjero) era ocasión para grandes fastos, incluso en las épocas en las que la Corona no gozaba de liquidez. Con esta organización social, no es extraño que cuando dejaron de llegar las riquezas de América, el país entrara en una profunda decadencia, con algún atisbo de luz, prontamente oscurecido, durante la época en la que buena parte del resto de Europa se empapaba de las doctrinas ilustradas.
Y es que hay conceptos que, por desgracia, siguen vigentes, por mucho que se quieran ocultar denominándolos mediante eufemismos. Uno de ellos es la noción de honor personal, de honra, que tanto daño ha hecho en nuestra historia. La identificación fanática con una determinada tradición o concepción del mundo necesita excluir al diferente. Esto es el origen del concepto de limpieza de sangre, que nació en Andalucía, para evitar que los judíos conversos se hicieran con puestos de prestigio en la administración o en comunidades religiosas. Ser castellano viejo se asociaba a la idea de pureza. Los conversos eran permanentemente sospechosos de seguir practicando su religión en secreto, no eran gente de fiar y la Inquisición se ensañó con ellos, aun cuando el papa Nicolás V había salido ya en 1449 en su defensa. Bajo esta honrosa pureza de los cristianos viejos podían latir las más bajas pasiones humanas, por lo que, paralelamente a la casta doctrina oficial de ceremonias y de misas, existía una vida oculta repleta de visitas a prostitutas o de adulterio. Y cuando esto salía a la superficie (lo cual era bastante frecuente) se producía el escándalo, aunque la Inquisición podía ser muy indulgente con ciertas personas de calidad.
Para comprender nuestro presente, debemos conocer profundamente nuestro pasado. Esa es la idea que subyace en este magnífico ensayo de Bartolomé Bennassar, que nos ofrece nada menos que muchas de las claves de nuestra historia, respecto de la cual jamás hay que olvidar que todos los ciudadanos somos partícipes:
"Porque la historia de España hasta el primer tercio de nuestro siglo (se refiere al siglo XX), nos ofrece más persistencias que transformaciones. El torbellino de los acontecimientos poco influyó en ella. Y tal continuidad de situaciones, de ideales y de comportamientos no es concebible sin la existencia de complicidades profundas y, a veces, también de coerciones que llegaron más allá de la pertenencia a las diferentes clases sociales y de las peripecias políticas. Complicidades en las que la mayoría de los españoles, si no todos, se hallaban de alguna manera inmersos. Pero - mientras se transformaba el mundo que rodeaba a España, e incluso ésta, aunque con lentitud, se transformaba también - dicha continuidad iba a alimentar y a aumentar los gérmenes de disidencia, las contradicciones y los conflictos que toda sociedad lleva consigo y que desembocarían en las explosiones sociales, irrisorias, en ocasiones, del siglo XIX, o en la tragedia vivida en el nuestro."