Parece magnífico que los jóvenes españoles de 25 años de edad midan ya 1,78 metros, diez centímetros más que los de hace quince años, según una investigación presentada estos días por la Asociación Española de Pediatría.
Lo que no dice el estudio es que a estos gigantones del siglo XXI tienen que alimentarlos sus padres con magros salarios del siglo pasado.
Qué gran diferencia con sus antepasados, que eran pequeñitos –andaban por el 1,60-- y con cara de mala intención.
En dos generaciones ha cambiado radicalmente este país que creía ver en el torero Manolete un Beau Brummel, siendo uno de los ciudadanos más feos salidos de la hambrienta posguerra.
Ya no nacen esos ejemplares; más aún, los españoles actuales son un centímetro más altos que la media de los europeos, para quienes hasta hace poco España era un encantador país de enanitos.
Sería interesante saber si lo que ha provocado estos estiramientos milagrosos es la dieta mediterránea, cada vez menos consumida, o las comidas-basura yanquis, que los jóvenes ingieren cada día más.
En cualquier caso, alimentar a estos gigantones es enormemente caro: si algún día consiguen un trabajo, será tan precario como toda la actual oferta laboral, y solo ganarán para alimentar cuerpos de 1,60, como el de sus abuelos o bisabuelos.
Estos chicos son más altos, guapos y listos, pero mantendrán la tradicional cara de mala leche, porque les va a ser muy difícil nutrir su exceso de centímetros.