Volvemos de pasar el fin de semana en la playa. Como Pablo suele marearse, y Alicia enseguida se queja de picores en la espalda, del calor, de la luz del sol que le invade las pupilas y no le deja ver con nitidez la tele (esa pequeña tele que mi cuñado mecánico incrustó con habilidad en el techo y que hace más livianos los escasos viajes que nos permitimos de un año a esta parte), Espe se muda al asiento trasero. Ocupa su lugar entre las dos sillas de los niños, y se encarga durante todo el trayecto de avituallar a los críos, ejercer de animadora social y de todo lo que se tercie. Busco entre los DVDsalguno que sea del gusto de todos. Con la obra que tenemos en casa, he perdido el rastro de la película de Bob Esponja, la única que garantiza una hora y media de calma en el asiento trasero. Así que, después de una fatigosa negociación trufada de gritos, refunfuños –Pablo- y reprobaciones –yo-, nos decantamos por una de las películas de Disney que aún no han visto.
Empieza la película, los tres se callan. Yo, en la zona delantera, veo otra película. El espejo retrovisor contiene, como en una orla, los rostros de los tres: madre e hijos, siguiendo la película. Es, pienso, una película hermosa, es la película más hermosa que he visto nunca. Me gustaría, pienso en un momento determinado, poder congelar la imagen de ese espejo, que pueda conservarla siempre y verla cuando se me antoje, como un retrato dinámico. Ignoro cómo evoluciona la narración en la película del DVD, pero la narración de mi espejo tiene una fabulosa trama. Es una trama construida a base de nimios gestos que sólo yo puedo entender, porque apelan a un lenguaje que hemos construido entre los cuatro. Nuestro patrimonio, basado en endebles señales sobre los que se construye nuestro código, nuestra historia. La forma de olerse las manos de Pablo, el modo que Alicia tiene de arrellanarse sobre el respaldo de su silla, cuando Espe besa como por descuido un hombro del mayor y éste siente un latigazo de cosquillas, la manera de Alicia de comer gusanitos, estrujándolos en la mano como pájaros despachurrados. Sé que es un patrimonio consistente pero los códigos, como la imagen del espejo, no durarán para siempre. Se harán mayores, serán independientes, se cansarán de los viejos, y Espe y yo iremos hacia otra cosa, hacia algo nuevo, una vez más. Pero aún quedará algo de esa película de mi espejo retrovisor, por lo menos en mi recuerdo, e imagino que algunos retazos, debidamente deformados por la remembranza infantil, en la memoria de mis hijos. Entretanto aspiro al imposible: conseguir que mi mujer y mis hijos no abandonen el espejo, queden contenidos el mayor tiempo posible en ese retrato dinámico, en esa película de la que desde el minuto uno ya conozco el nombre. Se llama lo más parecido a la felicidad.