Me cuenta una amiga que a los empleados que en su empresa se muestran reacios ante la imposición de supuestos cambios en la cultura corporativa los llaman estópers (supongo que ellos no lo escribirían así). Me hace gracia el término, por lo pueril, papanatas y cursi, pero también me asusta, por la carga totalitaria que lleva implícita.
Vivimos en tiempos en los que la terminología es más importante que la realidad. La realidad nos importa un huevo, hablando en plata, pero lo que no podemos permitir es que las palabras que la definen sean feotas, así como cutres o antiguas. Haz la misma mierda, pero llámalo bonito, y sobre todo que la pasta siga fluyendo hacia los mismos bolsillos de siempre.
Y sé proactivo, y hazte el guay con tus subordinados, que se crean que los escuchas y respetas, pero asegúrate de que el sobre lleve tu nombre, y en momentos críticos no olvides recordarles lo afortunados que son, y que a la puerta hay una cola de gente deseando ocupar tu lugar.
Nada importa mientras se mantenga el orden. Demuéstrales quién está arriba, hazles firmar renuncias infames, aunque éstas contradigan tu palabra.
Entre los seis y los dieciocho años yo estudié en los salesianos del Paseo de Extremadura, en Madrid. Allí aprendí lo que era predicar una cosa y hacer la contraria. El otro día escuché en la radio que uno de sus colegios en Madrid, el de Estrecho, calificaba a los pobres como personas mediocres. No me sorprendió. Precisamente entre ambos centros, a comienzos o mediados de los años ochenta, se produjo uno de esos trasvases infames para encubrir la pederastia de la que entonces todos los alumnos teníamos conocimiento.
El entrenador de fútbol, también profesor de historia, había intentado abusar de un chaval al que había convocado en su oficina un sábado o domingo por la mañana. La noticia corrió como la pólvora. Se decía, vete a saber, que el padre del chico se había presentado en el centro con una escopeta.
Al curso siguiente aquel cura desapareció, pero supimos que le habían trasladado al colegio de Estrecho, sin mayores consecuencias. A ese colegio que ahora define a los pobres como gente mediocre, supongo que no como aquel cabrón pederasta que acogieron con cristiana caridad.
Recuerdo otros casos extraños de mis años escolares, como aquel otro cura que se fue de fin de semana a la montaña con una tienda de campaña con los dos chicos más señalados de la clase por su discapacidad intelectual, en un caso, y por su dudosa sexualidad, en el otro.
Y la inapropiada publicidad que aquel cura hacía del viaje en clase, antes de su ejecución, y la encendida defensa que hizo luego del mismo, lamentando que la clase, un grupo de 45 cabrones de 14 años sin piedad, calificará de ‘maricón’ a aquel pobre chaval, atrapado entre unos condiscípulos deshumanizados y un profesor con extrañas ideas de redención.
O los compañeros que se atrevían a confesar su afición a la masturbación, que en algunos casos eran interrogados acerca de la duración de sus alivios, y en otros invitados a continuar la conversación en sus cuartos privados.
Ahora, años después de que se hayan conocido las infames cifras de abusos de curas contra menores en Irlanda, Estados Unidos, Alemania o Chile, por citar sólo algunos ejemplos, parece que algo empieza a moverse en España, ese país en el que la Santa Madre Iglesia ha tenido acojonados a sus ‘fieles’ durante décadas, por no decir siglos. No tengo ninguna fe en que se haga tan siquiera una mínima justicia.
Porque los Estopers son ellos. Siempre ellos, y los cómplices que se lo permiten.
El dibujo que ilustra esta entrada es del gran Eneko