Revista Cultura y Ocio
Aún recuerdo cuando le dieron el Premio Nobel de Literatura a Elfriede Jelinek. Hubo mofa al respecto porque nadie la conocía. Puede ser que yo también me burlara de lo mismo, en aquel entonces. Luego el tiempo fue pasando y, mientras a Jelinek la editaban y la reeditaban, siempre me dije que debería leer alguno de sus libros. Compré hace tiempo Los excluidos, principalmente porque transcurre en Viena (una de mis ciudades predilectas). Lo he leído y, a partir de ahora, debería leer más obras de Jelinek. Su mirada libre de prejuicios y su prosa que incide en la crueldad del hombre recuerda, a veces, a otras mujeres de pluma afilada, como Herta Müller o Agota Kristof.
Las andanzas de cuatro adolescentes que están ya dejando de serlo (dos chicos y dos chicas) le sirve a la autora para hablarnos del sistema de valores que imperaba en la Austria de finales de los años 50, cuando aún quedan viejas heridas y los vencidos (léase: el padre de dos de los muchachos, antiguo miembro de las SS) han inculcado a sus hijos la misma violencia y el mismo desprecio que les motivó a ellos mismos. Los muchachos deciden atacar y atracar a la gente porque sí. Están desorientados aunque ellos crean que van por el camino correcto. Además de esa puesta en tela de juicio, Jelinek nos ofrece historias de amor no correspondido: a Anna le gusta Hans; a Hans le gusta Sophie; a Rainer también le gusta Sophie; y Sophie juega con ellos. La convivencia de dos de ellos con el padre nazi es bastante dura: palizas a la madre, vejaciones, etc, tal y como muestra uno de los párrafos de abajo. Hasta que llegamos a un desenlace brutal, en la línea de American Psycho. Jelinek mezcla, en este libro, la voz narrativa con las voces y los pensamientos de sus personajes:
El padre de Hans murió poco después de haberse liberado por el trabajo. Muchos trabajan durante toda su vida y nunca llegan a ser libres. Poco tiempo antes, el padre de Hans se convirtió en padre de Hans pero no tuvo mucho tiempo para disfrutarlo. En realidad, todos los hombres, ya sean pobres o ricos, conocen pocos momentos de felicidad. Son escasos pero intensos. Después de fuertes sufrimientos, el padre de Hans muere aplastado por una roca de genuina piedra austríaca.
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¡Puta, so puta, me doy media vuelta y te falta tiempo para meterte en la cama con otro hombre! Ese hombre es el tendero de abajo, al que vigilo. Pero mi paciencia tiene un límite. ¡No, Otto!, yo no me acuesto con ningún otro hombre, solo contigo y estoy muy satisfecha. Tú solo te desvives para los momentos que pasas en compañía de ese impotente. ¡No!, yo no me desvivo para esos momentos, solo para mis hijos y para darles una educación. ¡Lo ves!, lo estás reconociendo. ¿Qué es lo que estoy reconociendo, Otto? De todos modos, te voy a dar una paliza para que aprendas y no vuelvas a hacerlo nunca más, y en caso de que no sea cierto igualmente te la voy a dar para que ni siquiera se te ocurra la idea. Pero si yo no he hecho nada, por favor, no me pegues, Otto, ¡ay! Este fue el ¡ay! que escucharon los hermanos.
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Llorar solo puedo hacerlo quien no está completamente endurecido.
[Traducción de Carmen Vázquez de Castro]