Revista Opinión
El presidente de Estados Unidos, el impredecible Donald Trump, se comporta como elefante en una cacharrería. Se mete en todos los “fregaos” que sus antecesores no pudieron resolver, sin respetar modos, normas ni prácticas habituales en política exterior y relaciones internacionales. Como todo fanático engreído, se cree en posesión de la verdad y con capacidad providencial para lograr cuanto se proponga. Y así le va, de fracaso en fracaso. El último, un fallido acuerdo con los talibán de Afganistán en unas negociaciones tan insólitas como clandestinas. Su ilusión se acaba de estrellar contra la realidad del enésimo atentado talibán en suelo afgano, en el que murió un soldado norteamericano, que ha obligado a Trump, por decoro, romper abruptamente las negociaciones y suspender en el último momento una reunión en Camp David en la que se iba a firmar un documento por el que las tropas de EE UU abandonarían aquel país, tras cerca de 18 años de lo que es la intervención militar en el extranjero más larga de la historia norteamericana. Trump pensaba que iba a resolverla de un plumazo.
Este nuevo “triunfo” de la Administración “trumpista” se enmarca en una política exterior errática e incoherente que parece obedecer a criterios nihilistas y mediáticos antes que a razones objetivas por resolver conflictos y poner orden en las relaciones entre países, sobre la base de la democracia, los derechos humanos y el respeto mutuo. Como empresario fullero, Trump, principal impulsor de esta iniciativa, buscaba algún éxito con el que presentarse a la próxima campaña electoral de 2020 en la que persigue su reelección. Pero sin un plan serio ni apoyos regionales, ha vuelto a cosechar un fracaso estrepitoso. ¿Cuál será su próxima ocurrencia?
Ya había demostrado, en otras ocasiones, sus virtudes para avivar avisperos y empeorar los problemas, a pesar de sus promesas electorales de centrarse en los asuntos internos (America first) y no hacer de gendarme del mundo. Pero, contradictoriamente, Trump iniciaría su mandato lanzando la “madre” de todas las bombas convencionales -no atómica- precisamente sobre Afganistán, sin que todavía se conozcan los motivos ni la finalidad de aquella acción, más espectacular que militar, con que inauguraba su cometido como comandante en jefe del Ejército de los EE UU. Sus críticas a los mandatarios que le antecedieron, en especial a Obama, de no haber sabido “defender” los intereses de Norteamérica e involucrarla en guerras que le eran ajenas y de las que no salía “victoriosa”, se vuelven contra él y su heterodoxa actuación en el exterior. Ahí está, para atestiguarlo, la intervención yankee en Afganistán de la que no sabe cómo salir, sin que parezca una derrota.
También está en “lío” de Siria, donde se pretendía expulsar del poder al “tirano” Bashar al-Assad, aprovechando las revueltas conocidas como “primaveras árabes” (que tumbaron a tres dictadores, pero dejaron en el poder a otros tantos), y se ha acabado apoyando a su Régimen y Ejército en la guerra que libra, desde 2011, contra un batiburrillo de insurgentes y el autollamado Estado islámico. EE UU justificó su entrada en el conflicto alegando supuestos crímenes del Gobierno sirio por efectuar ataques químicos. Así, la segunda orden militar de Trump, desde que asumió el mando en la Casa Blanca, fue lanzar un ataque con misiles contra instalaciones sirias en las que supuestamente se fabricaba o almacenaba armamento químico, a pesar de que, como sucedió en el Irak de Sadam Hussein, jamás se han encontrado tales armas ni evidencias que impliquen al Gobierno sirio de su tenencia y uso. Más aún, la Organización para la Prohibición de Armas Químicas, respaldada por la ONU, Médicos Suecos por los Derechos Humanos o el Instituto Tecnológico de Massachusets cuestionan su existencia. De este modo, Siria se ha convertido en el escenario geoestratégico de batallas a múltiples niveles. En un nivel está Siria contra Al Qaeda. En otro, Estados Unidos, Israel, Arabia Saudí, Jordania y Emiratos Árabes Unidos, por un lado, y Rusia, Irán y China, por el otro, enfrentados, con la excusa de defender a quien no consultan -al pueblo sirio-, por mantener o ampliar sus respectivas influencias en una región rica en recursos y consolidar sus intereses económicos y políticos. Mientras tanto, Al-Assad sigue en el poder y Trump involucrado en otro conflicto del que no sabe cómo escapar, a pesar de considerarse un genio de las negociaciones.
Una “genialidad” puesta en evidencia con el ridículo de sus intentos por lograr un acuerdo con Corea del Norte que ponga fin a la carrera nuclear y balística de un país con el que formalmente EE UU sigue en estado guerra. Ni sus visitas ni sus contrapartidas han conseguido lo que anteriores mandatarios no pudieron: doblegar al hermético régimen de Pyongyang para que se desarme y deje de constituir una amenaza a los intereses de Occidente. Tras sendas reuniones inimaginables entre Trump y Kim Jong-un (en junio de 2018 en Singapur y febrero de 2019 en Hanoi), otra vez más mediáticas que diplomáticas, en las que se intercambiaron promesas de “normalización” de las relaciones, Corea del Norte continúa lanzando proyectiles hacia el Mar de Japón, con los que prueba nuevos lanzadores y misiles balísticos, al tiempo que EE UU mantiene las sanciones económicas. Si, de paso, pretendía alejarla de la “protección” china y la “comprensión” rusa, ha conseguido todo lo contrario. Y un fracaso que sumar a la caótica política exterior del inefable Donald Trump, que soñaba con ponerse la medalla por arrancar la “espinita” que hiere el orgullo de EE UU desde la guerra de Corea. Pero ni sus métodos ni su personalidad incoherente le permiten materializar sus ensoñaciones, salvo la de gobernar, incomprensiblemente, el país más poderoso de la Tierra.
Ensoñaciones como las que lo llevan a intervenir, a su estilo, en el conflicto entre Israel y Palestina, decantándose abierta e incondicionalmente del lado hebreo y en contra de la legalidad internacional y las resoluciones de la ONU. Con ayuda de su yerno (que para eso está la familia, no el cuerpo de diplomáticos y expertos del Departamento de Estado), propugna un “acuerdo de paz” que, a cambio de inversiones sin concretar, renuncia a la solución de los dos Estados y a la devolución de los territorios palestinos ocupados. Ello, unido a las decisiones que ha tomado de cortar toda ayuda a la causa palestina, incluidas las humanitarias, y al beneplácito con que ha consentido cuantas acciones ilegales ha cometido Israel (declarar Jerusalén como capital del Estado, derribos de barrios palestinos, disparar contra manifestantes civiles desarmados, etc.), ha envalentonado al extremista gobierno de Benjamín Netanyahu, que actúa sin miramientos en su afán por destruir todo rastro árabe (un 20 por ciento de la población) en el Estado judío, extender la soberanía de Israel más allá de las fronteras establecidas por la ONU y despreciar los derechos que asisten al pueblo palestino. Ni siquiera con tan formidable apoyo tiene garantizado Netanyahu su reelección como presidente sionista, en unas elecciones que han tenido que repetirse al no poder conformar una mayoría en el Parlamento. Y es que las maniobras de Trump, para forzar una solución del conflicto según convenga a una de las partes, parecen destinadas a cosechar un nuevo y sonoro fracaso.
Pero, no contento con los problemas que ya tiene en la región, Trump se empeña en sacudir el avispero de Irán (país con el que EE UU no mantiene relaciones diplomáticas desde hace cuatro décadas) con su retirada unilateral del acuerdo nuclear, alcanzado en 2015 por Rusia, China, Reino Unido, Francia, Alemania y EE UU, por el que Teherán se comprometía a reducir el enriquecimiento de uranio y poner su programa nuclear bajo supervisión del Organismo Internacional de la Energía Atómica, a cambio del levantamiento de las sanciones económicas internacionales que lastraban su economía. Aquella decisión de Trump propició la respuesta iraní de retomar su programa nuclear si el resto de firmantes no garantizaba lo convenido. Creía Trump poder doblegar al gobierno de Hassan Rohani y obligarlo a negociar otro acuerdo, con la amenaza de nuevas sanciones e impidiendo la venta de petróleo iraní a terceros países. Pero ni Irán se pliega ni la voluntad europea es decidida, por lo que Teherán advierte con aumentar la producción de uranio enriquecido, combustible que sirve tanto para producir energía eléctrica como la bomba atómica. Por si fuera poco, Irán endurece el control naviero por el estrecho de Ormuz, por el que circula más del 20 por ciento del petróleo mundial. La zona se ha convertido en un punto de fricción, con cargueros apresados o atacados, que podría desencadenar una guerra. Y todo por el empecinamiento estúpido de Trump de echar un pulso, provocando una crisis que no sabemos cómo acabará, en un asunto que estaba ya en vías de solución. Otro acto fallido de su política exterior estrambótica.
Y es que las iniciativas de Donald Trump son impulsivas, viscerales, impredecibles e incoherentes y, por tanto, peligrosas y hasta contrarias a los propios intereses de EE UU. Sólo el populismo radical explica algunas de ellas, con su visión cortoplacista, intransigente y simplista de los problemas, como son el abandono de los acuerdos climáticos del Tratado de París o la ruptura del tratado para la eliminación de misiles de medio y corto alcance (INF), firmado con la Unión Soviética en tiempos de Reagan y Gorbachov, lo que ha desatado una nueva carrera armamentística. Con sus extravagancias, Trump ha impulsado el destrozo ambiental (ahí está Bolsonaro siguiendo su ejemplo) y la proliferación de armas de gran alcance y devastadora potencia. Todo un “triunfo” de su particular manera de abordar y agravar los asuntos en los que mete mano.
Como en Venezuela. Sus intentos de provocar un golpe de estado, de derrocar como sea al gobierno de Nicolás Maduro y de levantar al país, dividiendo a su población, en contra de sus dirigentes, sólo han conseguido alimentar una enorme crisis nacional -económica, política y social- en aquel país sudamericano, han ocasionado un empobrecimiento general que se ha cebado con los ciudadanos más vulnerables y han generado una avalancha migratoria de las que tanto teme Trump, pero han afianzado en el poder al gobierno bolivariano, lo contrario de las pretensiones perseguidas. Ni el reconocimiento a Guaidó como presidente interino, encabezando toda la oposición a Maduro, ni las ayudas prestadas -legal o subrepticiamente- a los movimientos antigubernamentales, con el apoyo explícito de Trump, han conseguido sus propósitos de sustituir un gobierno “hereje”, pero democrático, por otro afín a los intereses de EE UU en la región. Otro fracaso más.
Queda por ver, por abreviar, lo que pasará con la guerra comercial con China, que va subiendo en grados y aranceles que encarecen los precios finales de los productos. Lo grave es que no es una batalla por igualar la balanza comercial entre ambos países, como se aduce con esa invención sistemática de falsedades a que acostumbra el discurso político, sino una guerra por el predominio tecnológico y la capacidad china de convertirse en un actor que disputa la supremacía de EE UU en el mundo. Trump ve con ojeriza sus avances tecnológicos y espaciales, su capacidad económica para invertir en todo el planeta y su potencial comercial para competir a escala global, pero se enfrenta a semejante reto con las armas pueriles de su matonismo negociador, aunque ello conduzca a una ralentización de la economía, incluida la del propio EE UU. No cabe duda de que las revueltas de Hong Kong se inscriben en ese enfrentamiento que libran ambos países. También sus amenazas a la Organización Mundial de Comercio (OMC), a la que tiene bloqueada e impide su función reguladora de las diferencias del mercado, para que cambie las reglas y considere ricas a naciones en desarrollo, como China, que hacen competencia al monopolio mundial norteamericano. Está por ver cómo queda esta guerra con China, pero por los resultados que avalan la conducta de Trump en política exterior, mucho nos tememos que acumulará un nuevo fracaso. Lo que pagaremos todos.