Edición: Errata naturae, 2019 (trad. Txaro Santoro)Páginas: 256ISBN: 9788416544998Precio: 18,50 €
Todos hemos sido niños, todos hemos vivido esos veranos interminables. La infancia misma no deja de ser, a su manera, un particular estío. Fulco di Verdura(Palermo, 1898 – Londres, 1978), célebre joyero aristócrata, rememora la suya en Los felices días del verano(1976). Mucho antes de convertirse en un diseñador de joyas de renombre internacional, colaborador de Coco Chanel y artífice de alhajas que lucieron las actrices más codiciadas de Hollywood, el autor fue un muchacho que jugaba en una villa de su Sicilia natal. No un muchacho corriente, pues formaba parte de un linaje noble; entre sus primos se encontraba Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El gatopardo(1958). Su pertenencia a la nobleza nos adentra con una cercanía poco frecuente al ambiente privilegiado; no obstante, más allá de la curiosidad, este libro tiene interés por su evocación de la infancia misma, un intento de aproximación a lo que significa ser niño desde la madurez; sin duda, un motivo literario inagotable.«Para mí continuará siendo lo que siempre fue: “La Casa”, la única casa que realmente he amado, con ese amor que no conoce reservas y que sólo puede albergar un niño» (p. 13). El autor recuerda así los días en el lujoso caserón de Palermo en los años previos a la Primera Guerra Mundial; es, como todas las miradas al pasado, la recreación de una forma de estar en el mundo ya perdida, en más de un sentido. Con ternura y humor, describe los paisajes, las costumbres. En los primeros capítulos introduce al lector en la villa: detalla las características de la vivienda y de los animales que poseen, esboza con viveza la vegetación, los colores, la aridez. A continuación, les llega el turno a los habitantes (humanos): de los más allegados, entre los que sobresalen su querida hermana mayor y la figura imponente de la abuela, vértice del clan, a los parientes lejanos, como la prima bonachona a la que incordiaban, sin olvidar al personal de servicio, las institutrices y niñeras que pasaron por la mansión. Fulco di Verdura cuenta con gracia unas anécdotas que funcionan como estampas narradas del estilo de vida y la cultura de la alta sociedad siciliana.Entre los episodios que vale la pena comentar, destacan su toma de conciencia de la crueldad infantil: «resulta asombroso pararse a pensar en la gran cantidad de engaños y crueldad que se da entre niños. Desde luego, debimos de ser bastante terribles cuando éramos pequeños. Siempre nos portábamos bien con los animales, pero éramos bastante desconsiderados con otros seres humanos» (p. 231). Él se reconoce como un niño irritante y un alumno perezoso, que daba quebraderos de cabeza a las institutrices con sus trastadas e iba más allá de las travesuras inocentes para meterse con su bondadosa prima. Al mismo tiempo, sin embargo, este pequeño trasto desarrolló un gusto exquisito para el arte; impresiona cómo ese mismo chiquillo gamberro se conmueve desde temprana edad ante las representaciones artísticas. Su descubrimiento de la ópera, el teatro y el arte en general, que le eran accesibles por su estatus, es otro de los puntos fuertes. Teniendo en cuenta su trayectoria profesional, este despertar precoz a la sensibilidad artística resulta plenamente coherente con él.En más de una ocasión, dice algo parecido a «Quizá no ocurrió de este modo, pero así me lo contaron, o así me gusta recordarlo». Como en la conocida frase de Gabriel García Márquez («La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla»), Fulco di Verdura establece ese pacto con el lector: no pretende construir un relato fiel (sería un intento absurdo), sino que admite sin excusas la subjetividad de la memoria. Este texto, como cualquier texto que beba de la experiencia personal, constituye un territorio literario en el que la realidad se funde con la imaginación, y es esto lo que lo engrandece, lo que le da esa chispa. Tal vez lleva al límite la extravagancia de ciertos antepasados, tal vez retuerce algunas vivencias; pero no importa, porque hay más verdad en la imagen que uno se forma de la realidad que en la realidad misma; al menos, la «verdad» que nos seduce e interpela a los amantes de la literatura.
Fulco di Verdura
El libro concluye con la muerte de la matriarca, que coincide con la época en que él comienza a ir al colegio, a juntarse con otros chicos y, en suma, a enfrentarse al día a día solo, sin la protección de la familia; un símbolo bien encontrado del final de esas vacaciones que son la infancia. Y, para terminar, un último apunte: Fulco di Verdura escribió esta obra en inglés –pasó la mayor parte de su vida adulta entre las grandes ciudades de Europa y Estados Unidos– y se aprecia su cosmopolitismo en el uso de expresiones en italiano o francés, que salpican la narración, y en el modo en que identifica la nacionalidad de los personajes según su tratamiento (como el «miss» de las institutrices británicas). Es un escritor cultivado, refinado a la vieja usanza. Todo ello hace de este libro una pieza insólita, un fresco de la cultura siciliana de antaño, con sus fiestas y sus tradiciones religiosas, sus palacios y sus plazas, evocado desde la perspectiva de un hombre de mundo, que dejó esa tierra de forma definitiva, pero aún es capaz de recrearla con viveza.