Las llaves del reino
En la posguerra, el neorrealismo italiano fue la puerta de entrada de un nuevo cine europeo que cambió el gusto del público. Hoy, parece imposible que Obsesión (Visconti, 1942), basada en la novela El cartero siempre llama dos veces, de James M. Caín, se hubiera filmado durante el fascismo. En la adaptación de Visconti, la pobreza y la sordidez de los ambientes en que el film se desarrolla, la postura ruda de Massimo Girotti tenían la contundencia de una declaración de principios y eran una denuncia temeraria en contra del régimen de Mussolini. Cuatro años después, Tay Garnett filmó una versión hollywoodense con Lana Turner. Basta comparar esas dos películas para darse cuenta de la diferencia entre los “productos” hechos a medida, sobre la base de fórmulas, y las propuestas que los europeos, en medio de la guerra, concebían. Con todo, en Obsesión, no había una imagen que sirviera como símbolo de una nueva estética. Fue el rostro de Anna Magnani en Roma, ciudad abierta (Rossellini, 1945) el que se convirtió en emblema del neorrealismo, de un tipo de películas que se atrevían a mostrar lo que ocurría: escenas de miseria, tortura, lesbianismo y drogas en medio de la opresión nazi. Pero más allá del valor histórico de las obras de Rosellini, la más conmovedoras del movimiento fueron Ladrones de bicicleta (1948) y Umberto D (1952), las dos de Vittorio De Sica. La historia de Umberto, el jubilado acosado por la miseria que piensa en el suicidio, denunció con crudeza un problema que habría de convertirse en una situación habitual en todo el mundo.
Había una diferencia fundamental entre los Films que llegaban de Hollywood durante las décadas de 1950 a 1970 y los que provenían de Europa y Asia. Era evidente que los nuevos directores europeos buscaban en sus obras un sentido a sus propias vidas y a la sociedad. No se trataba tan sólo de películas o “productos” destinados a entretener; en esas imágines de espíritu joven y diferente había un deseo de riesgo, de desafío al orden establecido, a las convenciones y también gritos de denuncia y dolor.
En esos años se produjeron muchas innovaciones en el lenguaje cinematográfico, pero si tuviera que elegir el film que más había de conmover ése sería La Strada, de Federico Fellini (954), despojado de todo rebuscamiento y alarde formal. Fellini cuenta la historia de Gelsomina (Giulietta Masina) una mujer inocente, desamparada, quizá medio loca, quizá tonta, de una ternura y una gracia irresistible, que fue vendida por su familia a Zampanó (Anthony Quinn), un hombre tosco y brutal. Los dos recorren los caminos más desolados de Italia en una especie de carro armado sobre una motocicleta, donde viven. Se ganan la vida exhibiéndose en las plazas como humildísimos artistas de variedades que apenas saben tocar la trompeta, hacer chistes y demostraciones de fuerza (a cargo de Zampanó). En una escena clave del film, el personaje de “Il Matto” (el Loco) equilibrista, interpretado por Richard Basehart, consuela a Gelsomina. Ella se pregunta con angustia qué hacer al lado de un hombre de un hombre grosero, cruel, tosco como Zampanó, al que sin embargo quiere. Su congoja la lleva más allá: ¿por qué ha nacido? Il Matto toma una piedrita del suelo, se la muestra y le dice que él no sabe, quizá nadie sepa para qué sirve esa pequeña piedra; sin embargo, si existe, si la sostiene entre sus manos, para algo debe servir. Del mismo modo el sentido de la vida de Gelsomina, le explica con una sonrisa, debe tener una razón y esa razón quizá sea acompañar a ese hombre en apariencia insesible, que no le demuestra afecto y que más bien parece despreciarla. Ella está bajo el cielo para que Zampanó no sufra la soledad…
Rosario Rodríguez
Alone Again, Naturally