Los galgos ahorcados
por Rafael Narbona
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España es el país de los galgos ahorcados. España es el país que no aprecia la ternura inconcebible de un animal que se enreda con el aire, dibujando piruetas imposibles. España es el país de árboles con ramas asesinas, donde una infame cuerda siega una vida tan ligera como la espuma. España es una tierra yerma que entierra la poesía en sus entrañas muertas.
Los galgos son poetas emboscados en el viento, que doblan las esquinas en silencio, deslizándose como un brazo de agua escapado de una acequia. Los galgos son poetas que se recortan contra la luna, componiendo siluetas inauditas. Los galgos encabalgan las palabras o saltan por encima de ellas, sorteando las tildes, tan arrogantes e inflexibles. La tilde es una señora ridícula que se clava en las palabras como una espina. Los galgos perturban su rutina, lanzándola al viento, que juega con ella hasta que se aburre y la deja sobre un tejado, donde se confunde con una ramita. A veces, acaba en un nido. Allí recibe lecciones de humildad y acepta su dolorosa intrascendencia. Las pisadas de los galgos no dejan huella. Son veloces, aladas, casi etéreas. No les afecta la gravedad ni la dureza de la piedra. Los galgos aceleran el movimiento de rotación de la tierra, cuando la locura se apodera de ellos. Los ojos apenas pueden seguir su vertiginosa galopada, pero gracias a sus carreras escuchamos la música de las esferas.
Los galgos se burlan de la ortografía estirando o doblando sus orejas. Las orejas de un galgo pueden transformarse en una X, una Y o una LL. Esforzándose un poco pueden esbozar la Ñ o el número Phi, el número áureo donde se esconde Dios, jugando con una serie infinita que deja con un palmo de narices a las maestras de escuela. Las maestras de escuela no entienden a Dios ni a los galgos. Dios es un niño que utiliza los puntos suspensivos para cruzar los ríos. Los arroja uno a uno y avanza a saltitos. Los que le sobran, se los guarda en el bolsillo. Los galgos nunca se separan de Dios, pues saben que les necesita para no extraviarse por los caminos, donde acecha el hombre con una horca en la mano. Nos han dicho que Dios era un anciano de barba blanca y piel arrugada, pero Dios es un niño enfermo que aplaca su dolor, acariciando la huesuda cabeza de un galgo. Los galgos vigilan el mundo mientras Dios descansa. Cada vez que se comete una maldad, lanzan un aullido y Dios se despierta, pero Dios no puede hacer nada porque nadie hace caso a un niño que de puntillas no llega a la mirilla de una puerta.
Los hombres que ahorcan a los galgos perdieron su alma hace mucho tiempo. En realidad, su alma huyó espantada cuando descubrió que sus manos codiciaban la sangre ajena. Los hombres que ahorcan a los galgos esconden sus ojos detrás de gafas oscuras, pues los ojos les delatan. Sólo hace falta mirarlos para comprender que detrás no hay nada. Los hombres que ahorcan a los galgos son los mismos que fusilaron a García Lorca. No les importó desarraigar de nuestro suelo a un poeta que dormía entre camelias blancas y lloraba como el agua. No les importó enterrarlo en una fosa sin nombre, con los ojos abiertos y una mueca de espanto. Los hombres que ahorcan a los galgos apenas hablan. No les gustan las palabras. No les gusta justificar sus actos ni manifestar sus afectos. Dejan un rastro de dolor y miedo. Se ríen de los poetas que pasan noches en vela, intentando hallar un verso para finalizar un soneto. Se ríen de los insensatos que anhelan un futuro sin bombas ni ruinas negras. Se ríen de las promesas que nos hicieron de niños, asegurándonos que la eternidad apacigua a la muerte, evitando que caigamos en el olvido.
Cada vez que muere un galgo, un niño se queda huérfano. Los galgos prestan la luz de sus ojos a los niños enfermos. Les acompañan en las noches de fiebre y pesadillas sin cuento. Les despiertan suavemente, hablándoles al oído del día que llega, con su frescor y su luz naciente, sonrosada. Les hablan de la primavera y de la semilla al florecer. Les hablan de las mañanas ardientes del verano, cuando el mar se ofrece amistosamente y el sol parece una piedra amarilla que no acaba de caer. Les dicen que el invierno se ha escondido detrás de un arbusto y se ha quedado dormido. Los niños enfermos son los niños que el Joven Rabí escogió para mostrar al mundo la belleza en su forma más pura. El joven Rabí se enfrentó al poder de las tinieblas con un niño tullido y un galgo famélico, sin ignorar que la compasión es una flor extraña. Una flor que sólo crece en laderas escarpadas y en profundas soledades, donde las plegarias tiritan de miedo al pensar que enmudecerán en un sótano vacío.
Algunas mañanas, me levanto temprano y los galgos ya están en la explanada que llaman plaza, con su triste iglesia de fachada encalada, escondiendo la piedra, y un árbol con el tronco lleno de nudos, con aspecto de chichones. Agrupados por largas cadenas, todos son jóvenes y no saben lo que les espera. No saben que ese día algunos se quedarán en el campo, sobrepasados por la crueldad humana. Podría advertirles, pero los hombres que preparan su muerte, se pasean con escopetas y largas sogas. Sus ojos parecen brasas encendidas por un odio antiguo. Los ojos de los galgos aletean como mariposas de colores. Azul, castaño, violeta, acaso un tenue resplandor dorado, de trompeta vieja. Algunos están sentados, otros tumbados, dormitando. Algunos están de pie y otros desmoronados. Algunos están tan delgados que casi levitan. Algunos parecen de arcilla, otros de plata, otros son blancos como el alba. El alba que ya avanza por la plaza y les pone en movimiento.
Se escuchan las cadenas, los gritos, las risotadas. Se alejan todos a la vez, uncidos a un destino desigual. Siento lo que sintió Don Quijote al contemplar a los galeotes, condenados a impulsar un enorme buque de guerra con un remo: “¿Por qué hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres?” Me senté en un banco de piedra y les observé alejarse. Un galgo blanco, de andares espirituales y resignados, giró la cabeza y me miró humanamente, con ojos fatigados y débilmente esperanzados. Los dos sabíamos que nuestras vidas eran un chispazo, un momento de claridad en una tiniebla infinita, pero nos esforzábamos en pensar que nos reencontraríamos bajo otro cielo, vagabundeando por una llanura sin término, lejos de esa mañana homicida que se cobraría las vidas de los torpes y rezagados. Nos reencontraríamos en una mañana sin penumbra ni olvido, de plenitudes y esplendores, una mañana perfecta, libre de miedos y trajines. Nos miraríamos de nuevo, como dos viejos conocidos que han descubierto la felicidad de ser en el otro. Sus ojos en mis ojos, sus sueños en mis sueños y nuestros latidos concertados en el viento.
Fuente: Diario de Alcalá, escrito por Rafael Narbona