Desde hace tiempo hay voces en España que aseguran que uno de los grandes males de nuestro país es no haber olvidado la Guerra Civil. No estoy de acuerdo, aunque tampoco lo estoy con la utilización que se hace de la misma como si hubiera sucedido hace dos días, cuando pronto estaremos conmemorando los ochenta años de su comienzo. En cualquier país civilizado la situación al respecto estaría normalizada desde hace mucho tiempo, pero aquí sus fantasmas aparecen frecuentemente en la contienda política. La Guerra Civil es un acontecimiento histórico doloroso. Pero un acontecimiento lo suficientemente remoto como para hablar de ella sin abrir heridas. Y esto es, a mi juicio, lo que hace Alberto Méndez en Los girasoles ciegos: un retrato que da voz a la desesperación de los vencidos, gente que lleva a cuestas una derrota sin ni siquiera poder apelar a la dignidad, puesto que han quedado atrapados en el territorio de un enemigo cuya política es la del exterminio de los restos del bando opuesto.
La del Alberto Méndez es una historia singular en el universo de la literatura. Militante izquierdista, después de una vida vinculada a diversas editoriales, en su madurez escribió este pequeño libro de relatos, que sorprendió a los críticos por su enorme calidad. Es realmente insólito que un hombre que no había publicado anteriormente nos haya dejado este maravilloso legado literario, precisamente publicado el año de su muerte. Así Méndez pasó a engrosar esa lista de escritores que apenas pudieron gozar del éxito en vida.
Los girasoles ciegos es un libro de relatos unidos por la idea de que la derrota no tiene nada de digno o de romántico, sino que es algo sórdido. El hombre encarcelado mientras espera la hora de su fusilamiento o el que se esconde como un animal acorralado esperando cada día que vengan a atraparlo han suspendido su humanidad sustituyéndola por una supervivencia atroz y torturada. El protagonista del primer relato, el capitán Alegría, no puede soportar pertenecer al bando de los vencedores y se entrega como prisionero a los Republicanos el último día de la guerra, como si con este acto irracional quisiera dar una lección de dignidad a los vencedores. El segundo relato transcribe el diario de un joven que ha caído en un limbo de desesperación, aislado en las montañas después de perder a su mujer y a su hijo en un viaje de huida hacia ninguna parte. En el tercer relato encontramos a un sentenciado a muerte que intenta prolongar su existencia, como lo hizo Scheherazade en Las mil y una noches, a través de una narración que embelesa a su futuro verdugo: la narración ficticia de los últimos días del hijo del presidente del tribunal que firma las condenas a muerte en una prisión.
El último relato, titulado Los girasoles ciegos, es, sin desmerecer al resto, el más logrado de los cuatro. En él se cuenta la historia de una familia en la que el marido vive escondido en la misma casa que habitan. Escrito a través de varias voces, quizá la que más ternura produce es la del niño, que es sobre quien al final recae el peso de todas las desgracias, por lo que debe aprender prematuramente a mentir como los adultos, aún sin comprender muy bien por qué debe hacerlo. Como su madre, debe llevar una doble vida, una en el país del fascismo triunfante y la otra en el pequeño santuario que constituye su hogar, un lugar cada vez más asfixiado por el miedo:
"Hablar siempre en voz baja es algo que, poco a poco, disuelve las palabras y reduce las conversaciones a un intercambio de gestos y miradas. El miedo, como la voz queda, desdibuja los sonidos porque el lado oscuros de las cosas sólo puede expresarse con silencio."
El otro gran personaje, el diácono, representa al vencedor inseguro de los valores por los que ha luchado, que se va convenciendo poco a poco a sí mismo de que tiene derecho a quedarse con los despojos del enemigo. La adaptación cinematográfica de José Luis Cuerda, muy correcta, pone énfasis en la evolución de este personaje atormentado, un joven eduado en valores religiosos al que se le ha obligado a cometer atrocidades en la guerra, al que las autoridades han estimulado su instinto de matar, pero que debe reprimir sus impulsos sexuales. Toda una metáfora de la religión franquista que empezaba su andadura sumiendo a nuestro país en una larga noche.