Edición:Anagrama, 2004Páginas:160ISBN:9788433968555Precio:13,90 € (e-book: 9,99 €)
Siempre lleva las de perder el que más muertos sepulta.*Los girasoles ciegos(2004), primera y única obra literaria de Alberto Méndez (Madrid, 1941-2004), es uno de esos libros insólitos en los que la calidad va unida a un éxito de ventas apabullante, además del no menos relevante reconocimiento público —en 2005 se le concedieron póstumamente el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa—. Por si fuera poco, en 2008 se adaptó al cine el relato que da nombre a la compilación, de la mano del director José Luis Cuerda, que también obtuvo una acogida excelente. Méndez, que falleció antes de disfrutar de estos honores, había dedicado toda su vida a la edición en diversos grupos editoriales. Los girasoles ciegoscomprende cuatro relatos, vertebrados alrededor de uno de los temas fundamentales de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX: la guerra civil y la posguerra. Los cuentos se presentan a modo de cuatro derrotas, una por año desde 1939 hasta 1942, y están interrelacionados por algunos personajes. Entre las posibles formas de abordar las consecuencias de la guerra, el autor elige contar historias de gente sencilla, anónima, que no obstante concentran en pocas páginas muchas claves del conflicto. El estilo de Méndez, que adopta un registro distinto en cada texto, destaca por su prosa poética, hermosa y desgarradora a la vez por la crudeza de lo narrado. Ignoraba qué bando debe tomar un soldado que gana una guerra y la pierde al mismo tiempoEl libro se abre con «Si el corazón pensara dejaría de latir». El capitán Alegría, fascista, se rinde al ejército republicano justo antes de proclamarse vencedor, lo que lo conduce a ser un prisionero. La palabra clave, de este y el resto de relatos, es «contradicción»: la contradicción de rendirse cuando ya se sabe ganador, la contradicción de apellidarse Alegría en medio de una guerra, la contradicción misma que entraña una guerra civil. Se insiste en la idea de que el capitán, literalmente, no ha ganado ni ha perdido, y por ello su nueva posición en el mapa estratégico no está clara, es un incomprendido para todos. El autor utiliza un narrador omnisciente, eficaz para percibir desde fuera la singular situación del hombre que no quiere pertenecer a ningún bando y al mismo tiempo pertenece a ambos. Este personaje, desde una perspectiva simbólica, se puede interpretar como una metáfora del sinsentido del conflicto, del sinsentido de hablar de «vencedores» y «vencidos» cuando en ambos bandos ha habido muertos, cuando en ambos ha habido familias destrozadas. Esta idea, la del sinsentido de la guerra, está muy manida, pero Méndez —y ahí reside su mérito— la viste con otro traje, un enfoque rotundo, lírico y conciso, que convence.¿Cómo se corrige el error de estar vivo? ¡He visto muchos muertos pero no he aprendido cómo se muere uno!El segundo relato, «Manuscrito encontrado en el olvido», recrea el hallazgo de un manuscrito, escrito por un hombre al que se encontró muerto junto al cadáver de un niño. A continuación, se reproduce el contenido del manuscrito, que se compone de notas breves y dispersas, producto de las circunstancias en las que fueron redactadas. Su autor era un joven poeta, padre de un niño recién nacido con el que huye a la montaña. La madre del bebé murió al dar a luz, así que el chico, al verse doblemente desgarrado, sin su amada y sin su hogar, pone por escrito sus vivencias, sus pensamientos, aun sabiendo que no hay esperanza para él ni para el niño. Este personaje, como el del relato anterior, entraña una contradicción muy expresiva: él, el padre, ha sido derrotado en la guerra, como también lo ha sido su familia; el pequeño, sin embargo, está limpio de ideologías, no ha luchado, y debería reconfortar, ofrecer un poco de ilusión por el futuro. Con todo, la derrota del padre también lo convierte a él en derrotado. La primera persona del manuscrito tiene tanta emoción, tanta fuerza —en forma de pequeñas reflexiones sobre la existencia, la vida y la muerte— que hace de este relato un texto profundamente conmovedor.—Somos un pueblo maldito, ¿no crees?—No. Creo que no somos un pueblo maldito. Eso sería echar la culpa a otrosEl tercer texto se titula «El idioma de los muertos» y gira alrededor de un preso que se mantiene vivo marcándose un Sherezade: el oficial fascista que manda los fusilamientos le pregunta si conoció a su hijo, muerto en la guerra, y el preso responde que sí. A partir de aquí, día tras día construye una mentira sobre ese joven, una mentira que evita que lo maten. El oficial escucha su relato junto a su esposa, ambos necesitados de consuelo. En esos momentos no parece importar que el preso sea, por lo demás, su «enemigo», como los otros soldados a los que está ejecutando. Como en el primer cuento, los vencedores y los vencidos se cruzan para desdibujarse: el matrimonio atiende a los falsos recuerdos sobre su hijo y, a la vez, el preso escribe cartas a su familia, una familia que sufrirá su pérdida muy pronto. El chico alivia el dolor de sus rivales mientras se prepara para morir, para ser otro joven caído en la contienda sobre el que se podrán contar mentiras. De nuevo, Méndez capta las contradicciones de la guerra, y lo hace en un ambiente —la cárcel— en el que sería fácil separar los roles. Esa figura ambigua del oficial que manda matar a jóvenes de la edad de su hijo, cuando a él le han matado al suyo, está muy bien encontrada, lo mismo que el preso-Sherezade. Además, el preso hace un retrato de sus compañeros de celda, entre los que se encuentra Carlos Alegría, protagonista del primer relato.Todo era real pero nada verdadero«Los girasoles ciegos», el cuento en el que se basó la película, cierra el volumen. Narra la historia de un diácono que se enamora de la madre de uno de sus alumnos, a la que cree viuda. Sin embargo, esta mujer guarda un secreto: su marido, perseguido por comunista, vive escondido en el armario —además, son los padres de la chica que dio a luz al bebé del segundo relato—. Llevan una rutina particular, que obliga a vigilar las luces encendidas y los ruidos, no vaya a ser que algún vecino sospeche. Un ambiente opresivo, asfixiante, en el que pese a todo hay un lugar para los gestos de ternura entre los tres miembros de la familia. El autor evoca esta situación, con mucho acierto, desde tres puntos de vista complementarios: el diácono, que escribe una carta a modo de confesión; los recuerdos del niño cuando ya es adulto; y un narrador en tercera persona que narra lo que ocurrió cuando el religioso se metió en sus vidas. Méndez plantea un juego de apariencias y realidad estremecedor, que va mucho más allá de la crítica a la Iglesia. En la calle, todos se convierten en actores, los actores que la dictadura los obliga a ser, y no solo para proteger al padre. En el hogar, en cambio, sale la verdad, la verdad de los sentimientos silenciados, de la mujer, del niño, pero también del diácono. El niño, a propósito, lee a Lewis Carroll y dice que su padre, como Alicia, vive al otro lado del espejo. En este relato, igual que en el segundo, la literatura forma parte de la vida de los personajes —el hombre traduce libros a escondidas—. En cierto modo, la literatura también pierde con la guerra, también la matan.
Alberto Méndez
En suma, Los girasoles ciegos es sin ninguna duda uno de los mejores libros que se han escrito sobre la guerra civil española y la posguerra. Un libro para leer y releer, para pensar y repensar. El autor conjuga la creatividad del contenido —unas tramas llenas de contradicciones aparentes, un juego que invita a reconsiderar el papel que adopta cada personaje— con una capacidad de síntesis extraordinaria, que condensa muchos detalles en pocas palabras y deja pasajes para el recuerdo. Tal vez lo que cuenta sobre la Historia, sobre las conclusiones de la contienda, se parece a lo que han contado otros; pero su mérito está en darle otra forma, en moldear el lenguaje. Al fin y al cabo, en eso consiste la literatura: crear a partir de lo que nos es de sobra conocido.*Citas (en cursiva) de las páginas 15, 34, 40, 83 y 138.Fotografías de la película basada en el relato «Los girasoles ciegos».